En el borde del mundo, donde las sombras se quiebran y los espejos devuelven rostros ajenos, camino con los pies descalzos sobre un suelo que no me reconoce. Soy un eco atrapado en una sinfonía que no entiendo, una nota discordante que resbala entre las grietas de lo que otros llaman hogar. Mis pasos son torpes, como si la tierra misma me empujara hacia afuera, susurrándome que no pertenezco, que mi forma no calza en sus moldes de arcilla endurecida.
El aire pesa, cargado de risas que no me incluyen, de miradas que se deslizan por mi piel sin detenerse, como agua que rehúye la piedra. Quiero gritar, pero mi voz se pierde en un idioma que nadie traduce, un dialecto de anhelos rotos y sueños que se deshacen al alba. Me busco en los ojos de los demás, pero solo encuentro reflejos de lo que no soy: un puzzle incompleto, una pieza sobrante en un juego que ya terminó.
Y sin embargo, en el silencio de mi desajuste, hay una chispa rebelde, un latido que se niega a apagarse. Porque no encajar no es solo dolor; es también la libertad de ser un verso suelto, un cielo que no necesita fronteras. En mi soledad, tejo constelaciones nuevas, y aunque el mundo no me vea, yo sigo escribiendo mi canto, con la tinta de mis heridas, en las páginas de un universo que aún no sabe mi nombre.
