Me dirijo en un avión repleto
a ochocientos kilómetros por hora
hacia la evanescente lumbre
del hogar. Por aburrimiento voy
cuestionándome el momento actual.
¿Y qué respondo yo a este murmullo?
Estoy en algún punto
a medio camino entre el frío
de una ciudad norteña y el lugar
donde mis hijas se abalanzarán
sobre mí para abrazarme
y mi mujer con paciencia esperará
a que le dejen darme un beso.
Para entonces me habré olvidado
de cómo en este instante
la insípida razón va deslizando
su marca en unos grafos
a todas luces mentirosos
que nada saben sobre la etérea –
inaprensible realidad.
Ganas me dan de arrojar
a la papelera este testimonio
inútilmente grabado
en celulosa sobre la incongruencia
del tiempo y el espacio. La tinta
se nos borra en el jardín.
Así que por si acaso
me contengo. Todo es un lío
y me desgarraría el corazón
si lo hiciera la absurda nada
que percibo aquí a mi lado
sermoneándome en la cabina
de un Airbus A-trescientos veinte.