El viaje

El infierno.

Desperté en una sala de hospital abarrotada, el trasiego de los médicos y enfermeras con sus batas y sus máscaras, era constante. Alrededor de mi cuerpo había cuatro personas, me hallaba conectado a un montón de aparatos, que extendían sus tubos y sus cables, como si de raíces del árbol de la vida se tratara, intentando que volviera a mí, pero yo ya me encontraba fuera, en la cama sólo se encontraba mi envoltorio, tenía la barba tupida y la tez pálida, como si la enfermedad me estuviera apretando por dentro. La lucha por la existencia había sido extenuante, pero al final había perdido esa batalla y observaba el desenlace desde el techo de la habitación. Las lágrimas asomaron sin querer, al sentir el sufrimiento y el sentimiento de impotencia, que inundaba la habitación. Sentía que en poco tiempo, habría un montón de espíritus que me acompañarían, en esta visión de un mundo apocalíptico y la verdad, es que en esos momentos no me agradaba la compañía.

Pensé en mi familia y en toda la gente que me estimaba y sentiría mi ausencia, pero siguiendo el instinto de un impulso egoísta, decidí marcharme de allí.

La ciudad.

Caminaba sin rumbo definido, por unas calles vacías, sólo oía algunas sirenas que se acercaban al hospital, las gotas de lluvia caían, clavándose como cristales rotos en mi cuerpo, desangrado por la soledad. Se oía el silencio de los sueños en las casas, donde dormitaban sus ilusiones y su porvenir, seres humanos desconocidos para mí, pero que ahora en mi viaje sentía mucho más cercanos. De vez en cuando veía algún transeúnte, llevando de la correa a mascotas de colores indefinidos y grises paseantes, que se difuminaban en la niebla matinal. Me parecía extraño sentir el sonido de los pájaros, en medio del silencio de la ciudad dormida.

El jolgorio del sosiego, se había hecho dueño de una ciudad, que siempre había sido ruidosa y y que ahora sentía infectada de fantasmas. Los espectros mutantes de seres de cuencas vacías, campaban a sus anchas por las calles del dolor. Esto me hizo andar más deprisa, intentando alejarme de lo que me causaba tanta aflicción.

Campo a través.

Seguía el curso de un arroyo atrapado en el murmullo de sus aguas cantarinas. Parecía imposible que tan cerca de la ciudad hubiera todavía un riachuelo con aguas cristalinas. El camino era de tierra, probablemente hollado en pocas ocasiones y transitado seguramente por pastores, agricultores yendo a labrar sus tierras y por poetas en busca de inspiración. A los lados del riachuelo, se abrían camino algunos álamos blancos adultos y los brotes de estos mismos, que como varas enhiestas desafiaban las leyes de la gravedad. Algunas vacas pastaban en prados verdes y se oía el ladrido de algún perro, sin duda intentando proteger alguna propiedad. El aire acariciaba las ramas de los sauces llorones, haciendo que estos desparramaran su tristeza por doquier. La hierba alta invitaba a tumbarse a echar una siesta, pero el camino era largo y las ganas de llegar al final, se apoderaban de mí.

Al cabo de unas horas de viaje, empecé a contemplar un montón de árboles, que formaban una masa misteriosa en un paisaje desconocido y atrayente hacia el que me encaminaba.

El bosque animado.

Perdido en el interior del bosque me sentía extraño, más después de ver los ojos enormes de una lechuza mirándome con fijeza. Los helechos dibujaban contornos misteriosos, entre los espacios de los troncos de los árboles y sus copas elevadas, conformaban un espacio verde por el que apenas entraba la luz. El sol hacia tiempo que me había abandonado, aunque la luna tampoco me había servido de compañera, ya que en esos momentos dijérase desaparecida. El bosque era perfecto, para que lo habitaran los espíritus y los fantasmas, pero parecía estar sin duda un tanto desangelado. Las raíces de los árboles asomaban por doquier dibujando un mundo fantasmagórico. Me sentía abrumado, por el sentimiento de volver a la esencia del hombre primigenio en contacto con la naturaleza virgen.

Me hubiera quedado allí para siempre, conviviendo con la belleza y la espiritualidad, pero sin duda debía seguir mi camino.

El desierto.

Sentía la boca seca, el calor insoportable, atravesaba mi cerebro trepanando mis ideas y haciéndome sentir reo de la indiferencia de un sol que brillaba en lo alto impasible a mi sufrimiento, buscando quizá mi agonía en ese mundo infame, de los granos finos ocres que mueve el viento y que hace cambiar de lugar las dunas, con sus tormentas de arena. Sentía la infamia del mundo, perdido en el desamparo infinito del aislamiento, al que todos nos vemos sometidos casi siempre. Somos seres anclados a nuestra propia soledad, transitando un mundo extravagante, de compañías inciertas, que nos acercan al abismo de nuestra propia necedad. Nos sentimos indispensables cuando en realidad somos meros personajes, de una novela de ficción, donde el escritor marca nuestro devenir, en un marco pautado de antemano. Por suerte llegué al oasis y calme mi sed de sabiduría.

Seguí caminando sin rumbo, noche y día, hasta que una noche de luna llena, apareció al final de las dunas una superficie distinta, un lago en los confines de un desierto abrupto, que me estaba esperando desde siempre. Intenté beber por la mañana y me dí cuenta de que el agua era salada, por lo cual supuse que había llegado al mar.

El mar.

Construí una balsa con troncos encontrados en la orilla. Parece mentira lo que puede la imaginación. Hice un remo y me adentré en el mar, no tenía miedo, no podía morir. Sentía la brisa acariciando mi rostro y el reír de las gaviotas en lo alto. Los peces se asomaban a la superficie para contemplarme y al mirar yo para ellos, noté que no tenia reflejo, quizá hubiera desaparecido y ya no fuera nada, pero el caso es que notaba como el viento de poniente me rozaba. En mi transición penitente, sentí la compañía de delfines, que juguetones saltaban a mi lado y de alguna ballena que exhalaba su respiración, en un géiser que se disparaba hacia lo alto, después de haberme visitado, casi siempre se despedían enseñándome su aleta dorsal. Como lobo de mar aislado en el mundo azul, percibía la compañía de mis miedos y sentía que la melancolía me hurgaba por dentro.

Poco a poco sentí acercarse el horizonte y una vez que lo alcancé, abandoné mi balsa y entré en el infinito, algo desconocido para mí.

El infinito.

Es complicado expresar con palabras la sensación de vacío. ¿Cómo decir que uno no es nada, cuando en realidad no se sabe si ese nada es algo? A veces es difícil parecer cuerdo, cuando no se sabe distinguir la cordura de la locura, somos intransigentes con nosotros mismos e intentamos mantener unas pautas que no sabemos si son ciertas. Nunca he estado en posesión de la verdad y me he dado cuenta del inmenso desconocimiento que atesoran mis neuronas. Me gustaría volver a vivir la vida para hacer cosas realmente importantes, pero eso ya es imposible. He construido una fortaleza de sabiduría, que ahora se desmorona como un castillo de naipes. Es notable ver como cambia la visión de uno mismo, desde puntos de vista imparciales, cuando uno es capaz de abstraerse de lo aprendido y hacer trabajar libremente la materia gris.

Estoy cansado ya de este viaje, así que voy a seguir hasta el final, sea el que sea. Nada puede ser peor, que los pensamientos que me invaden ahora mismo.

El cielo.

Llegado a este punto me sigo sintiendo vulnerable, no he alcanzado la gloria, ni estoy en el edén, el paraíso no se distingue ni a lo lejos y siento, padezco, sigo sufriendo, tal vez sea un ser distinto, tal vez mi fortaleza haga que mi espíritu sea indomable y no pueda conmigo ni Dios. Tampoco siento al diablo cerca, tal vez los ángeles sólo fueran un invento y nosotros unos niños, a los que nos vinieron con el cuento. Tal vez la vida no sea un purgatorio, ni la maldad la antesala del infierno. Tal vez seamos seres soñados por nosotros mismos, que nos desvanecemos al despertar y seguimos un tránsito que no comprendemos, tal vez solo seamos mitocondrias, flotando en el citoplasma, de una célula en plena mitosis. El caso es que más tarde o más temprano acabamos por desvanecernos y quién sabe si viviremos alguna vez en el recuerdo de alguien.

Me gustaría perpetuar mi existencia, en ese universo azul, del que según la ciencia, vinieron todos nuestros ancestros y retornar a la vida, en el movimiento de cada ola que roza la arena de la playa, a la que siempre regresa y reaparecer con las tempestades, a lo más profundo del océano, para con el paso del tiempo reiterar de nuevo los cantos de sirena, que tornan a la costa cuando de nuevo la envuelve la calma.

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Qué viaje: en espíritu o dejando que el alma transmigre.
El infierno.
La ciudad.
Campo a través.
El bosque animado.
El desierto.
El mar.
El infinito.
El cielo.

Saludos Pedro José

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En los múltiples destinos de este viaje el alma experimenta y trasciende para prepararse para ese fin misterioso que nos espera. Un gusto leerte. Saludos cordiales.

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Gracias por pasarte por mi humilde espacio de letras. Un saludo.

Muchas gracias por leer las cosas que surgen de mi imaginación. Un placer que vengas por aquí. Un saludo.

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