Esperó toda su vida a que llegara aquel momento. El día de su retiro. Retomaría su vida, la misma que había puesto en pausa durante tantos años. Era un agente de seguros, en eso se convirtió. En la puerta de su casa colgaba una placa metálica que bajo su nombre lo identificaba como Agente de Seguros, todo el vecindario y quienes buscaran a su familia, sabrían que allí vivía un profesional que vendía la incertidumbre controlada. Así pasó, ocupado toda su vida, protegiendo a otros del azar y sus combinaciones. Sin embargo, no había mañana que no acudiera al calendario a contar los días que faltaban para acabar con aquel calvario y ser libre, solitario, hacer voto de silencio, invertir la mañana en la cirugía del pétalo de una flor en el jardín o tratar de conversar con las palomas en su lenguaje gutural incomprensible. Podría finalmente intentar darle el sentido del que carecía la existencia, especialmente cuando servías a la sociedad en una posición que no escogiste y con unos compañeros de oficina que odiaste desde el primer día que los conociste. Y con ellos, todos los que llegaron después.
Esperó toda su vida a que llegara aquel momento y fue cuando se dio cuenta que vivió una existencia alimentada por el engaño, que la vida carece de sentido más allá del momento culminante para el cual hemos construido la espera y estimulado la paciencia. Con un vaso de ponche en la mano, miraba hacia la otra sala, donde sus compañeros de oficina se divertían en la fiesta de su retiro, ajenos a sus ilusiones y esperanzas. Los odió aún más. Abrió entonces la ventana de aquella oficina, una suave brisa le acarició las mejillas. Desde el piso 22 la calle se miraba inalcanzable, apuró el contenido del vaso hasta la última gota, saboreó el amargo sabor dulce del ponche. Colocó el vaso sobre el escritorio, junto a la carta para su familia… y saltó al vacío, no sin antes llevarse la ventana consigo. Sus compañeros, nunca notaron su ausencia.