El último viaje
Por: Gretchen Kerr Anderson (La Habana, Cuba)
(Publicado en la revista mexicana Poetripiados)
El mar estaba en calma, con un brillo de plata bajo el sol del mediodía. El viejo capitán se sentó en la popa del bote con la mirada fija en el horizonte, donde la silueta del barco comenzaba desvanecerse recortada contra la inmensidad del cielo. Sus contornos, antes nítidos y definidos, se difuminaban en la lejanía entre el revoloteo de la gaviotas.
Las manos, surcadas por arrugas como las rutas de un mapa antiguo, sostenían con firmeza el timón. Había navegado por esas aguas durante décadas, pero hoy era diferente. Este sería su último viaje.
El vaivén de las olas le hablaba, como un viejo amigo. El viento soplaba suave, acariciando su rostro, trayendo consigo el olor a sal. A su lado, un joven marinero revisaba las redes. Era fuerte y ágil. El capitán lo miraba de reojo, recordando su pasada juventud en ese mismo mar, cuando aún era un grumete lleno de sueños y esperanzas.
—¿Qué hay en la distancia? —preguntó el marinero, mirando hacia la costa.
—El hogar, hijo. Ya no hay más tierras por descubrir —respondió el capitán con la voz serena.
El marinero asintió. El capitán suspiró, recordando las tormentas que había enfrentado en esas aguas, pero también las pérdidas que lo marcaban.
El sol brillaba, tiñendo las aguas con un resplandor dorado. El viejo sabía que el tiempo era un ladrón sigiloso. Decidió que era hora de pescar. Con movimientos precisos, arrojaron las redes. El agua los salpicó y el marinero rió. Pero no el capitán. Su corazón latía en un nudo apretado de emociones que no podía deshacer. Pensó en la tierra que, muchos años antes, había dejado atrás, en el amor que había perdido, y en los rostros de aquellos que nunca volverían.
Mientras esperaban, el cielo se nubló lentamente, como si el mar compartiera su tristeza. Entonces, el marinero gritó. Había algo en la red. Con esfuerzo, comenzaron a levantarla.
Finalmente, la red se alzó, y el capitán miró lo que habían capturado. Había algunos peces, pero también desechos. Restos de botellas y plásticos. La vida y la muerte entrelazadas en un solo movimiento.
—Tendrá que ser suficiente —musitó el capitán, y el joven lo miró, confundido.
—¿Por qué, capitán? Aún hay tantos peces aquí.
—Porque al final, nada de esto importa si no hay un lugar al que regresar—replicó el hombre.
El viejo capitán giró su mirada hacia la costa. Sabía que estaba cerca de su final. No habría más viajes, ni más exploraciones. Solo el regreso a casa.
Mientras el sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de matices anaranjados, el bote se dirigió hacia la costa. En el rostro del capitán se reflejaba una paz que nunca antes había sentido. La mar había sido su compañera, su amante, su prisión. Y ahora, le decía adiós.
A medida que la tierra se delineaba ante ellos, el capitán sonrió. La última brisa marina acarició su rostro. Había completado su travesía. Pero en su corazón sabía que, aunque el viaje había terminado, el mar siempre estaría ahí, esperándolo.