Marchito el aroma del último sueño
sin que abrir pudiera los pétalos blancos
de una persistente y antigua ilusión,
nada queda ya por vivir o soñar
si no es acudir cada fría tarde
a contemplar ebrio el gélido abrazo
de este sol sin brillo, mohíno y cansado
con el horizonte que un día tanto amé.
Siluetas de chopos bailando cadencias
con un viento helado llegado del Norte
en las frías tardes de este insulso enero,
es toda la vida que hay dentro de mí.
Y en las noches lilas cuajadas de estrellas,
de luces lejanas, de esperanzas muertas,
buscaré el sendero que lleva hasta el huerto
donde los olivos esperan pacientes
a que se repita la noche más larga
frente a un cáliz pleno de lunas amargas,
las mismas que luego partirán calladas
a esconder sus brillos tras de las montañas
donde tú suspiras pero no es por mí.
Llegarán voraces los crudos recuerdos
a morderme el alma con sus desvaríos
y traerán con ellos cual dardos punzantes
destellos de risas, de voces, de besos
revolviendo el aire de aquellas mañanas
en que el sol llenaba de gozo la tierra
como en una danza infinita y eterna
sin planes ni fecha de caducidad.
Sólo el brillo infame de sus ojos negros
movía los hilos de un tiempo sin horas
que lento fluía entre ella y mi sueño
como un río de niebla mojando las hojas
de ese bosque antiguo que creció en mi alma
tras años de espera y con la fe del monje
que sabe que el cielo lo aguarda paciente
tras toda una vida de ayuno y renuncia
de espaldas al mundo y a la realidad.
Marchito el aroma del último sueño,
sólo queda ya el regusto amargo
de un tiempo remoto, sin rostro, sin horas…
de un tiempo en que todo parecía posible
y que sin embargo en nada quedó.