La frígida Shuntaír. La ramera distraída, descorazonada, desalmada. La cruel y absurda Shuntaír. Veo sus luces rojas, azules, verdes y amarillas relampaguear y desvanecerse, nacer y morir; iluminar el espacio estelar brevemente, siempre brevemente… Y nunca termina este dolor.
Jando El Letrinas me sobresalta, de pronto está a mi lado, inmóvil y gris como una gárgola de piedra sobre una cornisa. Estoy seguro de que está mirando lo mismo que yo, allá adelante, en el espacio.
―Aparta, viejo ―le digo―, tienes que dejar de aparecer así. Cualquier día sacudiré el brazo y acabarás estampado contra la pared.
Jando no se inmuta, y pasa mucho tiempo antes de que dice:
―No será una gran perdida. Y le tocará limpiar la pared, señor… A decir verdad, me encanta la idea.
La frígida Shuntaír. La bastarda meretriz hija de una bestia de pantano, tiene vida propia. Una vida dedicada a la pereza, a la gula, a la lujuria, al ensañamiento del dolor de todos y cada uno de sus míseros pobladores. Cada una de sus luces es parte de una agonizante respiración, que inhala, exhala, inhala, exhala. Se mantiene viva propagando su hedor en el puro aroma del espacio. Esparciendo sus inmundicias en lo más oscuro y recóndito de la galaxia. Todos y cada uno de los latidos de su milenario corazón retumban estentóreos como un mazazo sobre mi costado… ¿Por qué no cesa este dolor?
―Estamos cerca ―mascullo―, prepara la sorpresa, viejo tejón raquítico.
Al desviar la vista hacia Jando, ya no está. Es tan sumiso, dedicado y profesional, que se le puede perdonar todo.
Desde la oscuridad del fondo de la nave, vuelve a resurgir al poco, trayendo entre sus huesudas manos, con gran cuidado, el Obsequio.
—¡Cuidado con eso, viejo! —le grito, sólo para poner a prueba una vez más sus nervios de acero—, ya sabes lo que ocurre si se te cae por accidente.
—Sí —dice el astuto hurón de pelaje gris—, ya sé lo que ocurre, y no me gusta demasiado, señor.
Rio de buena gana. El sistema de navegación empieza a avisar con voz métalica:
“NOS-APROXIMAMOS-A-SHUNTAÍR-ATRACAREMOS-EN-APROXIMADAMENTE-CINCO-MINUTOS”.
—Dime, viejo caballo deslenguado, ¿no compramos la voz de Callah Sessandi antes de salir de Ozoo?
—No, no lo hicimos, señor.
—Juré que te arrancaría la piel a tiras si volvía a oír esa voz de androide harto de guïsqui —exclamo enojado—. ¿Lo hice, verdad?
—No, creo que no, señor —dijo Jando—. Y gastamos hasta el último sospiro en el Obsequio. Incluso lo que está ya-sabe-dónde. No nos queda nada.
—Maldita sea… —murmuro—. Me habría gustado gustado comer cerdo en salsa y pan negro y beberme tres jarras de cerveza, una vez más. E intentar atinarte con los huesos en la nariz. Casi siempre acertaba, ¿te acuerdas? Maldita sea.
Jando dice que no lo recuerda. Después desaparece en las sombras a mi espalda, y oigo la puerta metálica de la cabina cerrarse con un chasquido sordo.
“LLEGADA-A-SHUNTAÍR-INMINENTE-MOTORES-APAGADOS-ATRACAREMOS-EN-CUARENTA-Y-NUEVE-SEGUNDOS.”
La estúpida Shuntaír. La voluble prostituta sin pasado, presente… ni futuro. El aullido de una sirena maléfica entre la niebla, sobre un lecho de arena movediza. Emponzoñando oídos, ojos, carne trémula, y más adentro, hasta esa jaula de huesos que aprisiona el alma de sus seres de colmena… Un alma demasiado estirada y demasiado negra como para hacerle ojitos siquiera a la más leve idea de redención. Todo lo rebosas de desdicha, de alaridos de lupanar. Puerca sirena desgraciada, canta. Canta mientras puedas.
“ATRACANDO-EN-SHUNTAÍR-TODOS-LOS CONTROLES-HAN-SIDO-INHIBIDOS”.
También nuestra nave es remolcada ahora, deslizándose suavamente en el espacio, respondiendo a su llamada. Sí, venimos a verte, Shuntaír. Venimos a adentrarnos en tus tripas metálicas de tristeza y odio. Te hemos preparado una sorpresa maravillosa. Un delicioso regalo que tus golosos ojos admirarán y tus ávidas extremidades manosearán.
Nos disponemos a salir al muelle.
—¿No se pone el uniforme, señor? —me pregunta Jando sin ninguna expresión en el rostro.
—Vieja nutria bigotuda, ¿no ves que ya lo llevo puesto?
—Entiendo, señor.
Estoy desnudo, y así como un uniforme acaricia las pieles suavemente, esta desnudez me acaricia por dentro en lugares de otra índole y me hace sentir mejor. Aunque alivia a duras penas el escozor amargo que discurre por mis venas y entumece mi carne.
—Así es —digo—. Uniforme de gala.
Caminamos lentamente, yo primero, Jando el Letrinas detrás, encorvado y opaco como un nudo de olivo. Porta en sus manos el Obsequio con extremo cuidado.
Miro alrededor, procurando no ver demasiado. Es asqueroso, innombrable, lo que ocurre cotidianamente en Shuntaír. Nadie nos presta atención. Se oyen alaridos de tanto en tanto, aunque es difícil discernir si son de dolor o de placer.
La Sala del Trono está bien custodiada. Nos salen al encuentro siete hombres embozados, de ojos azules y tez pálida. No dicen nada. Cuando están a escasos metros, se quedan inmóviles.
—No vamos armados —digo suavemente—, como podéis comprobar.
Uno de ellos frunce el ceño y señala mis tatuajes.
—Esos dibujos… —su voz es un susurro quebradizo, como de una rama seca que se parte bajo las botas en otoño—. Los reconozco. Eres uno de ellos… uno de los de Antes.
Escupe en el suelo metálico y desenfunda su arma.
Finjo estar perplejo. Observo mi cuerpo con curiosidad: mis piernas, mi cintura, mi torso, mis brazos; como si hubiese olvidado que la tinta indeleble estaba todavía allí. Las líneas negras hacen espirales imposibles y se revuelven por encima y por debajo, en patrones únicos y difícilmente reproducibles, para morir alrededor de un trébol negro tatuado justo encima de mi corazón.
—¡Ah! Esto… La obra maestra de una niña con un sólo brazo. Puedes conseguir uno igual en cualquier puerto más allá de Ozoo, si tienes sospiros…¿Por qué? ¿Es que significa algo?
El que ha hablado mira a sus compinches, dubitativo. Finalmente aprieta los labios y da un paso al frente. Parece haber tomado una decisión.
—¿Queréis alguna cosa, antes de morir?
—Venimos a entregar el Obsequio.
Con un gesto de la cabeza señalo atrás, hacia Jando, que esta quieto con los brazos extendidos y las manos abiertas, sosteniendo el pequeño paquetito bien envuelvo y adornado con un lazo blanco.
Todos las miradas caen sobre el viejo Jando. Sobre su figura escuálida y triste y su rostro demacrado. Como si fuera un sirviente tonto que rara vez consigue los restos de un ya de por sí escaso desayuno.
“Sabandija asquerosa, déjanos pasar”, pienso. “Hemos de llegar un poco más adentro, justo al centro de esa sala que hay detrás. Ahí es dónde esta su corazón. El corazón negro y arrugado de la pútrida Shuntaír, la amante de prostíbulo sin nombre ni recuerdos”.
Leo sus pensamientos. Quiere matarnos y averiguar luego más sobre el Obsequio. Así suele ocurrir a menudo en Shuntaír, no es costumbre hablar demasiado.
—Tal vez sea suficiente —murmuro—. Aunque me habría gustado tanto que fuera en su corazón… Estoy tan cansado. ¿Cuánto dolor puede soportar un cuerpo? —termino, alzando un poco el tono.
—Lo vamos a descubrir enseguida —dice fríamente el que lleva la pistola en la mano.
El guardia dispara su arma tres veces y todos sus disparos son certeros. De pronto hay algo mordiéndome el pecho, en mi carne, muy adentro. Caigo de rodillas y escupo sangre entre respiraciones agónicas.
—Es ahora, Jando —intento decir, aunque no se muy bien si lo he dicho o sólo lo he pensado—. Es ahora, viejo.
El viejo perro barbudo, siempre solícito, siempre fiel, lo ha hecho. Ha levantado el Obsequio, con un gesto solemne y eterno, como quién alza una reliquia ante diez mil paganos, y lo ha arrojado contra el suelo.
Un aluvión de disparos nos alcanza a ambos. No importa, no importa lo más mínimo. Ha sido un honor, Jando. Viejo amigo. Lo has hecho bien.
Ya está en marcha. El pequeño agujero negro contenido se ha despertado, y comienza a alimentarse con voracidad. Se lo tragará todo, está calculado concienzudamente. Bueno, tal vez quede algún resto flotando cerca, en el espacio. Pero eso es porque debió haber sido justo en el centro.
De todas formas será suficiente. Habremos de contentarnos, Jando, porque ya no hay vuelta atrás.
Shuntaír, zorra taimada. Durante tanto tiempo has mancillado la memoria de tu origen, has doblegado el recuerdo de la felicidad que un día albergaste, tiempo atrás, cuando tenías otro nombre y otro cuerpo, ¿ya no lo recuerdas, verdad? Ese nombre simple e ingenuo que sin embargo alentaba el corazón de los hombres con un calor que ya no existe. Ese cuerpo redondo de tierra y agua, de hierba y aire.
Te lo llevaste todo, maldita. Pero ahora yo te llevo conmigo a lo más negro del olvido, allí donde no hay nada de nada; y la eternidad será para nosotros igual que la sed de un vagabundo con la botella de licor vacía aferrada furiosamente entre las manos.