Ataviada con su mejores galas.
Al fondo, ella siempre se sentaba.
El tiempo había cortado sus alas
en toda promesa que repasaba.
Nunca lloraba y tampoco reía.
Bebía su café en taza grande,
mientras algunas novelas leía,
con sus dos terrones de azúcar cande.
Nadie supo nunca su historia.
Pasaba los días tras las ventanas.
Dicen que su vida era una noria
de arriba a abajo todas las mañanas.
Sus arrugas narran toda una vida
y el peso de sus hombros, la herida;
que le fue tan grácil por ser vivida,
mas con dolor profundo en su partida.
Y se despide con un simple: ¡Adiós!
Y baja la calle hacia la estación.
Recorre el andén número dos,
dejando el mundo al final del vagón.