Regresé de los campos de batalla
con el cuerpo sangrante y lacerado,
con la mente cuajada de arañazos
y el espíritu exánime y turbado;
mi fe en el mundo, herida y agotada,
mis sueños rotos, partidos en pedazos,
mis ojos secos, mis labios agrietados,
mi lengua muda, mis pies ensangretados…
Traté de levantar viejas ruinas,
escombros de ilusiones destrozadas,
y de encender, sin lumbre, el sacro fuego
soplando los rescoldos de mi alma.
Recorrí como un loco los sillares
de mi hogar enterrado entre la grama
buscando una columna en que apoyarme
para izar el escudo de mi casta.
Vagué errante por todos los caminos
escuchando el silencio de las casas
sin percibir las voces de los niños,
en medio de la tierra desolada.
¿Dónde estaban mis últimas fronteras,
donde fueron a parar mis ansias,
mis deseos infinitos de dulzura
en brazos de una hembra enamorada?
¿Cómo romper la oscuridad amarga,
cómo alivar la hiel de mi garganta,
cómo olvidar los días soleados
en medio de esta nausea congelada?
¿Por qué perdí mis íntimos placeres
y debí renunciar a la esperanza?
¿por qué tengo que huir entre las sombras
para evitar la cruda madrugada?
Alguna vez habré de tocar fondo
y pensar que la vida no se acaba
mientras fluya la sangre impenintente
entonando su aria desbocada.
Y entonces volveré a exprimir las horas,
disfrutando del tiempo que se acaba,
para apurar el aliento que me quede
y salvar mi recuerdo de la nada.