El PROFESOR MÁXIME
La Agonía y el Testigo inesperado
De su pecho se escapaba un hilo de sangre con olor a pólvora negra. Jamás había visto agonizar a un hombre de aquella manera, por lo que maldije mil veces, o incluso más, los pasos que me llevaron hasta aquel sombrío, frío y apartado lugar. Pronto, la fina hebra de sangre se volvió un torrente de lava sanguinolenta, haciendo irreconocible su hasta entonces blanca camisa. Su pecho subía y bajaba con aspavientos; a pesar de sus titánicos esfuerzos, no conseguía llenar del todo sus vacíos pulmones.
Sin dejar de mirarlo a los ojos, sujetaba su cabeza con mi mano izquierda mientras con la otra trataba de taponar la herida -de la que no dejaba de brotar sangre, a pesar de mis esfuerzos- con un pañuelo blanco que rápidamente se tornó del púrpura más intenso que nunca antes había visto. El sudor y su palidez lo hacían irreconocible; a pesar de ello, me parecía familiar. Estaba seguro de que nos habíamos visto antes, pero, por desgracia, su rostro había huido de mi memoria del mismo modo que a él se le escapaba irremisiblemente la vida. Una fuerza invisible y compasiva me impulsaba a socorrer a aquel desdichado que agonizaba sobre una tierra estéril cubierta de hojas secas salpicadas por el espeso fluido que emanaba de su pecho. A pesar de ser consciente de que nada sería suficiente para salvarle la vida, permanecí junto a él sin mostrarle mi derrota. Era su momento, su adiós, y yo tenía la obligación, como ser humano, de ofrecerle la paz que me imploraba.
Una Celebración Macabra
-¡Socorro… ayúdenme…aquí!-grité con todas mis fuerzas.
Yo no salía de mi asombro: un hombre se moría y nadie le prestaba la menor ayuda. A lo lejos, un grupo de hombres vestidos de luto de la cabeza a los pies, con elegantes levitas y chisteras, celebraban alegremente el certero disparo que había realizado el joven que, con los brazos en alto, blandía una pistola de pólvora negra de un solo disparo, aún caliente.
El impacto había sido brutal; si hubiera sido unos milímetros más a la izquierda, ahora estaría contemplando un cadáver en lugar de un moribundo.
-¡Sí, sí, he matado a ese viejo! -alardeaba emocionado el joven.
-¡Buen disparo!- jaleaban algunos.
-Se lo merecía- decían otros.
El Profesor Conmocionado
No entendía nada. Un número incontable de sentimientos fatigaba mi corazón y quemaba mi garganta; el miedo, la soledad, la pena… todas esas emociones desgarraban mi alma, sensible al dolor humano. No podía comprender que la muerte de un semejante, por muy malo que este fuera, fuese motivo de celebración.
-¡Socorro… socorro…!-volví a gritar con todas mis fuerzas.
No salía de mi asombro. ¿Cómo un agujero tan pequeño podía llevarse tan fácilmente la vida de un hombre? Su pálido rostro me miraba con sus profundos ojos negros, pidiéndome “auxilio”, pero no podía hacer más que consolarlo. No soy médico, solo soy un profesor de Literatura cansado y, en estos momentos, también asustado. Una atmósfera pesada parecía ralentizar nuestro entorno, convirtiendo los segundos minutos, los minutos horas y las horas días.
-¡Que alguien me ayude, por favor!- volví a gritar, a pleno pulmón.
Me sentía el protagonista de una de las novelas de Balzac: una ensoñación de una mente febril, una víctima de la burguesía emergente entre sus manos… Un boceto donde los personajes se entrelazan, amándose y odiándose al mismo tiempo; donde el poder, la injusticia, la envidia, la familia y el realismo más fiel prescriben negro sobre blanco quién vive o quién muere.
-¡Ayuda! – volví a insistir.
La Pesadilla
Nadie atendía a mis gritos de auxilio. Estaba solo en medio de ninguna parte cuando, de repente, desperté bruscamente.
-¡Ayúdenme!- grité, incorporándome de un salto en la cama.
Sudando, afligido, y aún somnoliento, pero consciente de haber despertado de una pesadilla, me levanté a lavarme la cara. Afortunadamente, solo había sido un mal sueño.
Fue entonces cuando mis ojos se clavaron en el espejo. Quedé atónito, lívido, al reconocer en mí mismo al desdichado que se desangraba entre mis brazos.
-¡No…no puede ser! ¡Era yo quien se desangraba! ¿Cómo es posible que no me reconociera?
El Desayuno
Mientras me vestía para bajar al comedor, la pesadilla que me había estado torturando toda la noche no dejaba de rondar mi cabeza. Aún con el susto en el cuerpo, entré en el comedor y me senté en mi mesa habitual, en un rincón junto a la ventana.
Como ya he mencionado, soy un profesor de Literatura con un sueldo que apenas me da para vivir. Así que, siguiendo la recomendación de un compañero de profesión, me hospedé en esta pensión familiar de ambiente íntimo y con comida casera.
-Buenos días, profesor. ¿Lo de siempre? – me preguntó la joven que cada mañana atendía el comedor.
-Sí, gracias – respondí intentando esbozar una sonrisa.
Poco tiempo después, ella regresó con una bandeja que contenía café caliente, mantequilla, pan y una pequeña jarrita con leche.
-Emma, hay algunas caras nuevas. ¿Cuándo llegaron?
-Anoche, profesor. Han venido a celebrar el Centenario de la Revolución Francesa.
-Es cierto, no me acordaba.
-¡De un momento a otro bajará a desayunar el campeón del torneo de tiro libre a pistola del año pasado!
-Veo que estás muy enterada.
-¡Ya lo creo! Es un joven muy elegante, guapo y muy maduro para su edad. El año pasado salió en todos los periódicos por sus proezas como tirador. Todo el mundo dice que es un joven con un gran futuro por delante.
-En pocas palabras: estamos rodeados de extraños.
-Sí, ya sé que a usted le gusta sentarse tranquilo y charlar animosamente con sus más cercanos, pero por un tiempo me temo que no va a ser así – se dio la vuelta y se marchó, dejándome solo con mis pensamientos.
La gente no dejaba de entrar y salir. El comedor de la pensión no es grande, pero tampoco pequeño; tiene las dimensiones apropiadas para que los que vivimos aquí todo el año no nos estorbemos. No es elegante pero tampoco está sucio. Las mesas están cubiertas por manteles de lino, y de sus paredes cuelgan espejos grandes que reflejan el bullicio del comedor. También algunos cuadros con escenas campestres y marinas adornan sus paredes. Los muebles están desgastados y sobre ellos hay tazas y platos desemparejados. A pesar de sus deficiencias, el trato y la buena comida compensaron sobradamente alojarme aquí.
-Profesor, su copa de vino -me dijo Emma
-¿Vino?
-Sí, hoy es domingo. Ay, a mí me parece que hoy se ha levantado más despistado que de costumbre.
-Sí, no he tenido una buena noche.
-Relájese e intente relacionarse. París está lleno y muchos “extraños”, como usted los llama, se han visto obligados a pernoctar aquí.
El Inesperado Encuentro
La gente no dejaba de entrar y salir; los desayunos se sucedían unos tras otros, ocupando y desocupando mesas. La dueña, una mujer avispada y viuda de un militar, ha convertido su negocio en un auténtico cuartel. Por esa razón, la jornada de puertas abiertas que ha propuesto para hoy funciona como un reloj. La conozco bien y no iba a perder la oportunidad de ganar unos cuantos francos extras.
-Buenos días, profesor -me dijo doña Amélie, la dueña del establecimiento.
-Buenos días, doña Amélie – respondí educado.
-Como ya se habrá dado cuenta, estamos completos. Por lo que le ruego permita sentarse a este joven con usted –no dije nada; era poco saludable llevarle la contraría, seguiría hablando y hablando hasta que cediera o abandonaras por agotamiento-. Y continuó diciendo: “¡Sí! La mesa es pequeña, pero le pido que le ceda un poco de espacio a nuestro flamante campeón de pistola, el señor don Pierre. Don Pierre, tengo el gusto de presentarle al profesor don Máxime”.
-Señor Máxime -me saludó al tiempo que flexionaba ligeramente la cabeza.
-Por favor, siéntese -dije, reflejando mi incomodidad.
-Los dejos solos, seguro que tendrán mucho de qué hablar. Enseguida les mando a Emma.
Fue entonces cuando me di cuenta de quién era la persona que ahora estaba sentada frente a mí y quedé en shock, rememorando cómo blandía el arma en señal de victoria.
FIN
Fernando Giraldo 05/07/2025