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…Pudo ser mi último suspiro,
apenas consciente,
y no lo he revivido,
porque no lo debí conocer:
una aceituna trabada en mi muy infantil garganta,
que inesperadamente metí en la boca,
que tapona mi laringe,
y me asfixia,
y en el caos atropellado y febril,
-con la cara ya amoratada, y los ojos saltones-
parece ser que la uña de mi abuela,
acertó a clavar la pulpa verde,
y a extraerla,
y liberar mis inmaduros y limpios pulmones…
Mi madre, de vez en cuando,
lo contaba…
Pudo ser mi último intento de suspiro.
En aquel tiempo,
en aquellos ocho años cabales…
Pero no fue todo,
ni todo fue en aquella casa destartalada:
en sus escaleras
(donde tiré de los puntos de sutura a un pequeño amigo:
eran dos hermanos,
hijos de unos estudiantes sudamericanos,
que vivían en lo que después se conoció como “La Calleja”,
más o menos encima de una tienda de ropas,
de Pozo Amarillo.
Una vez estuve en su casa,
y conocí a los padres:
un hombre grande joven con barba,
y una mujer joven,
como sacados de la televisión,
sentados en un sofá,
en una habitación clara,
amplia -no sé si grande-, desordenada…
Nada se parecía a lo que yo estaba acostumbrado.)
No fue solo en aquella casa,
en las cuatro calles aledañas:
bajando la Cuesta de San Julián,
en la oscura plaza,
en aquel tiempo vacía y oscura,
iluminada por una farola,
donde una noche jugué a la goma con mis hermanas
(juego de niñas),
o, más lejos,
perdido en un espacio que creí durante muchos años inventado,
subiendo por la cuesta de San Cristóbal,
al otro lado de la Gran Vía,
huyendo de los Cabezudos.
(Durante por lo menos diez años, creí que aquella cuesta,
de escalones adoquinados,
no existía,
cuando volví, cuando volví a aquella plaza,
entonces ya no escondida…
¿sentí el primer vértigo de la nostalgia?..
Recuerdo correr delante de aquellos Gigantes y Cabezudos, varios años,
y de vengarme de uno de ellos,
golpeándole con un palo, ciertamente sin fuerza, en la pierna;
pero debió ser algo después,
con siete años yo solo escapaba,
no muchos después,
con doce años, yo ya no jugaba…)
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