El poema muy largo: el río, el frescor del agua fresca

[…]
Todo fue y es siempre confuso,
y feroz, y escandaloso:
rebuscar en basureros
los botellos de las caducadas medicinas,
y hacer experimentos bajo un puente hediondo del arroyo,
y regar con aquellas aguas infectas
la diminuta huerta del vecino,
y escoger los botes de cartón del colacao,
para quemar con papeles,
como a cristianos en nuestras cuentas,
los renacuajos y las ranas
apresadas de los verdes mocos que recubrían sus charcas,
y saltaban aun vivas, escapando,
¡santo cielo!, hacia las lanchas…
Todo fue escandaloso:
Yo dormía en la cama mueble de aquella sala color ocre,
con mi hermano,
por las mañanas revoloteaban las moscas a los pies bajo las sábanas,
en las dos alcobas dormían mis otros hermanos,
las dos niñas, en una,
mi hermano menor, en la otra, solo,
a la madrugada iban sonando caballerías y hombres que bajaban a la ribera,
que yo no entendía,
y que luego, a lo largo de la mañana, iban subiendo,
antes de que apretara el sol,
antes de que nosotros bajáramos a la playa,
e iban dejándole a mi madre alguna lechuga,
algunos fréjoles, o incluso algún tomate.
De esa ribera volví yo corriendo un día,
al sonar las campanas,
para “ayudar a misa”,
una buena carrera cuesta arriba, tal vez más de un kilómetro;
pero llegué a tiempo,
a tiempo de escuchar a Don José, el cura,
y a Pepito, el otro monaguillo,
algún año mayor que yo,
contarme cómo con los prismáticos,
desde la torre del campanario,
me habían visto…
Qué vería Don José, con aquellos prismáticos…
Pepón, era bueno,
pasaba el verano con su tía,
que de tanto en tanto salía a la calle,
y desde la atalaya de sus cuatro escalones,
gritaba: “Pepito, ten cuidao de las ortigas”,
y resonaba por todo el pueblo,
y por las lanchas del río,
en cuyas charcas verdes, cazábamos las ranas,
y entre cuyas lanchas,
en el agua clara corriente (en La Pilata),
lavaban la ropa todas las mujeres del pueblo…
qué ortigas…,
tardé tiempo en que me lo aclararan:
“Pepito, ten cuidado de la sortija”,
una sortija de oro, que no recuerdo…
Luego Pepe creció,
de niño gordito y modoso se hizo un buen mozo alto y fuerte y rojo
(comunista de aquellos tiempos)…
Luego se casó, y tuvo dos hijos, y se murió su mujer,
y se mató con el coche en las rectas del Corneja
(la amplia llanura hacia Piedrahíta)…
Yo, añorar, añoro poco…
Recordar…, sí: tal vez, demasiado.
El sol cayendo a plomo a mediodía,
de vuelta a casa desde el río,
por la misma calle que todos los labriegos,
el silencio de todo el pueblo:
todos ellos en la siesta,
y el canto intempestivo y súbito de algún gallo…
El tiempo lento, que pasa,
que repite todos los días, incansable…
Las largas siestas a que mi madre me somete,
durmiendo en su misma cama,
el esposo ausente,
calentándose conmigo sus gélidos pies…
Y los estáticos atardeceres,
en el camino a la pradera,
al otro lado del otro puente,
“el romano”,
donde comíamos la “merienda-cena”…
Y las misas en la enorme iglesia,
con el dorado brillo oscuro del oro viejo,
y de la escasa luz de las bombillas en las desproporcionadas naves,
y las pocas beatas ocupando los bancos postconciliares…
Y más, y más…
No, no añoro mucho…
Acaso,
trillar en la era,
trillo lento de yunta de bueyes,
bajo el sol que abrasa,
el sol, el sol, el sol…
los paquetes de tabaco fumados a medias o a tercias o a sextas.
Éramos niños de un tercer mundo luminoso y ardiente…,
y cuando veo las películas en superocho,
de aquellos años,
más que las fotos sepia de tantas y tantas colecciones y exposiciones nostálgicas,
me asombro y entristezco:
el color chillón resalta el agreste brillo de aquella inocencia sin matices:
yo he vendido latas de conserva llenas de gusarapas cogidas de las piedras,
y he pagado chatos de vino a peseta,
y he asaltado huertos con manzanos y hasta sandías,
y he braceado en vados pescando con redes,
y entre bardas a maneo…
Acaso el frescor del agua,
tan clara entonces que se veían todos los pasos sobre el fondo de arena,
donde relumbraban como pepitas de oro las láminas de mica,
y era como cristal líquido y fresco en la inexistente atmósfera…
Sí, por supuesto, mis momentos tuve:
en el paisaje barroco y retorcido del congosto,
de granito gris, y pozas y pilares,
alucinado me desvanecí de las paredes,
y caí al gorgocil,
y nadé vestido y con un sombrero que imitaba a jipijapa,
todo lo largo hasta la lancha por donde salir era posible.


(Un poco más tarde, un compañero,
algo mayor y más corrido,
me explicaría qué significaba darse gusto:
algo así como hundir la cara lentamente en el agua del lavabo,
en el calor del verano, se entiende.)


[…]

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