El país perdido

El país perdido

Parte I: El coloso de Rodas

El hombre de ojos vidriosos y ropas ajadas se paseaba por el barrio de Villa Esperanza (que para muchos era más bien la materialización de la desesperanza) buscando en el pavimento y en el cordón de las aceras, cigarrillos a medio apagar, los cuales venía recogiendo desde la plaza “Patria Liberada”, para después adentrarse en el coloso de viviendas infrahumanas que constituían ese slum.

A José El Errante, como era conocido entre muchos, le gustaba recorrer la ciudad de un extremo a otro mendigando monedas, apoderándose de enseres desperdigados en las calles y buscando cigarrillos y otros vicios para hacer su existencia más llevadera, en una ciudad donde imponentes edificios, publicidades en neón, opulentas tiendas de ropa y grotescos centros comerciales, atraían a los pasantes como polillas desprevenidas. A la salida de aquellos monumentos consagrados a la parafernalia y al narcisismo, José El Errante se detenía a mendigar monedas, cigarros, así como a embaucar turistas desprevenidos gracias a su carisma y refinado vocabulario. Imaginaba muchas veces que los individuos que de allí salían eran la extrapolación del mito de Narciso llevado a tiempos modernos, con el único riesgo de morir ahogados viendo su reflejo en el inodoro de sus baños y no en un hermoso lago perseguidos por ninfas, como le sucedió al pobre Narciso. Esta idea, lejos de consolarlo, le causaba un cierto desagrado y una risa sardónica.

La gente que pasaba en rededor del Errante hacía, la mayoría de las veces, caso omiso de sus peticiones; las miradas que se posaban sobre él pasaban de soslayo en cuestión de segundos, como si aquel individuo fuera un saco de basura, un banco o el frontón de una construcción olvidada. Esa “cosa” para los otros, no era más que un objeto disfrazado de humano en el pétreo paisaje urbano.

Si había alguien parecido a un espectro ese era José El Errante. La gente sentía su presencia, el vaho de calor que desprendía su cuerpo, así como su olor; empero, era invisible a los ojos de los otros; existía sin existir, ajeno a los intríngulis de aquellos estratos sociales. Él se sabía un espectro extraño a aquella realidad que poco parecía interesarle, extranjero a aquella torre de babel que crecía desaforada hacia ningún destino concreto.

Terminado su periplo en los centros neurálgicos de la ciudad regresaba siempre a Villa Esperanza, morada elegida por éste para dormir al pie de unas escalinatas, entre cartones sucios y bajo un techo elaborado por él mismo a partir de lona. El ambiente que se respiraba en Villa Esperanza era muy diferente al que se vivía en la ciudad de colosos de Rodas grises; aquel barrio era una ciudadela dentro de una ciudad extendiéndose hacia el absurdo y construida con material de desecho de obras; amianto, plástico, madera, techos de zinc y paredes de ladrillos precarias. Era evidente que, en aquel rincón de la ciudad, hace mucho tiempo olvidado por los altos funcionarios y artífices de la “Revolución” no existía ninguna planificación urbanística. Se podían encontrar escaleras que eran más semejantes a muros que a escaleras, con ángulos de setenta grados, las cuales parecían ir al cielo; el cableado de los postes eléctricos se enmarañaba como enormes telarañas negras (en las que descansaban algunas veces, fatigadas golondrinas), la división entre un caserío y otro era prácticamente inexistente, eran bloques de casas donde reinaba la insalubridad, las goteras, el hacinamiento y un constante peligro de derrumbe, ya que muchas casas estaban construidas en taludes. Allí la población era menos ostentosa (no por ello mas o menos virtuosa, seres viles y seres correctos se encuentran en todos los estratos sociales) pero su esperanza de vida se veía muy reducida en comparación a la de sus congéneres de las zonas urbanas planificadas; todo ello producto de trabajos extenuantes, enfermedades que medraban entre la humedad y el moho, así como la muerte disfrazada de ley. Las Moiras eran injustas al hilvanar, templar y cortar los hilos de la vida de personas en poblaciones como Villa Esperanza.

He tenido múltiples encuentros con José El Errante gracias a los avatares de la vida y un conjunto de actos, en apariencia inconexos, que me han hecho ir a su encuentro (sin preverlo) varias veces; estos encuentros se han desarrollado en el intervalo de un año y medio. La primera conversación que tuve con él se desarrolló de esta forma gracias a un encuentro fortuito:

— Así que José El Errante ¿Por qué le llaman así?

— ¿A quién tengo el honor o el deshonor de dirigirme?

— La palabra deshonor me sorprendió un poco — titubeando le dije—.

A Luis señor Juan, así me llamo.

— Dígame, señor Luis, ¿de dó nde me conoce? Su semblante no se me hace familiar. En esta ciudad de autómatas los rostros se confunden y todos se me parecen.

— Descolocado por aquella aguda reflexión, así como por su lenguaje pausado y refinado —sentencié—. Usted es harto conocido en Villa Esperanza y también en otras zonas de la urbe, a la cual me han dicho que acude con mirada fantasmal.

— Ya veo —profirió El Errante.

Dubitativo algunos minutos y con la cabeza gacha, sus ojos parecían sumirse en tinieblas impenetrables. Al cabo de un minuto y medio, alzó la cabeza súbitamente y sus ojos se clavaron en mí, como dagas fulgurantes, escrutándome por un lapso de tiempo indeterminado. Los gestos de aquel hombre se acompasaban entre la parsimonia y el ímpetu.

— Señor Luis ¿Sabe usted la función de aquellas torres, centros comerciales, casinos en neón, vallas publicitarias y de contención? —dijo José señalando con el dedo í ndice la ciudad— así como la de los grandes puentes y elevados que se yerguen sobre ciudadelas como Villa Esperanza.

— Sí— aseveré tajantemente —. Creo que tratan de ocultar las penurias aquí vividas.

— Exactamente— exclamó José “El Errante” con gesto irónico —. Toda esta suntuosidad de luces, no es más que una mera fachada, la puesta en escena de un enorme monstruo que pretende invisibilizar “este lado de la frontera”, para no herir los ojos de los sonámbulos que se pasean del otro lado, en una ciudad donde Prometeo jamás fue benefactor puesto que nunca existió, o lo dejaron encadenado a quién sabe qué roca; el fuego sagrado ha sido sustituido por el fuego propagandístico de próceres sin méritos. Es como tratar de esconder el muladar en un armario de marfil.

La dicotomía entre la belleza arcaica del marfil, la basura, el mito de Prometeo y el fuego robado a los olímpicos en aras de beneficiar a la humanidad, así como el coloso moderno, me hizo gracia; mas sin embargo asentí sonriendo, dándole la razón a su lenguaje grandilocuente y cifrado.

La oposición entre la clase popular hacinada en Villa Esperanza y l as personas que vivían en la ciudad, me hicieron recordar la distopía orwelliana de 1984, en la cual la gente del partido tanto interior como exterior, vivía su aburrida vida totalmente ajena a lo que Orwell llama en su libro the proles, que es el estrato social más bajo, asentado en grandes cinturones populares en las afueras.

La conversación se extendió alrededor de hora y media, tiempo en el cual intercambiamos ideas sobre literatura, filosofía y la vida cotidiana. A medida que nuestro intercambio transcurría, como un vaivén de olas de distintas tonalidades, su semblante se hacía cada vez menos huraño y sus gestos más efusivos.

Bajo el influjo de la noche y el neón en la distancia me sumí en una ensoñación e imaginé que aquel hombre de rostro anguloso, con grandes ojos castaños, anchos hombros y nariz recta y portentosa, común en el mediterráneo, como aquella encontrada en estatuas de dioses y héroes grecolatinos, era en realidad un sabio errante, como lo fuesen muchos filósofos de la Grecia clásica y helenista, yendo de ciudad en ciudad y de templo en templo para enseñar sus conocimientos a profanos y no tan profanos. El tiempo había retrocedido y aquel paisaje se había transfigurado en Atenas, la que dicen que fue la ciudad del mundo antiguo más avanzada cultural y socialmente. Aún bajo el influjo nocturno, sentí que era un discípulo sentado en el estilobato de un templo consagrado a Palas Atenea (patrona de la ciudad) bajo un frontis decorado con la cabeza de medusa, quien fuera decapitada por el mítico Teseo y dada en obsequio a Atenea, por la ayuda conferida al Héroe durante la hazaña .

— Joven, se hace tarde y creo que cada quien debe regresar a casa. Ya hablaremos en otra ocasión si El Estigia no nos separa — añadió José con voz algo hosca guiñándome el ojo.

— Su voz me devolvió ipso facto a la realidad. Lo miré con una sonrisa oblicua mientras frotaba mis manos en los bolsillos de mi chaqueta entallada, miré la hora en mi teléfono y partimos sin mediar palabra.

Al regresar a mi casa por el bulevar Francisco de Miranda, la realidad se me hizo extraña, ajena y espesa. Aquella vivencia de desrealización según la psicología, constituía los primeros síntomas (junto a la lasitud) de aquello que Camus denominó el absurdo, que yo había experimentado varias veces a lo largo de mi corta vida y que, además, seguía experimentando. En medio de mis cavilaciones pensé que aquel sabio errante llamado José era mucho más significativo e importante para la humanidad que los hombrecillos en traje y corbata que trabajaban como corredores de bolsa en Wall Street o aquellos que gastaban sus vidas como esclavos del FOREX o el IBEX 35 en España, muchos de los cuales habían sido artífices de la crisis financiera del 2008-2009.

José El Errante me pareció un portento de sabiduría y resiliencia, frente a quien me sentí como una figurilla de cera, falsa e irrisoria.

Parte II: La búsqueda de José

Han pasado varias semanas desde mi último encuentro con José El Errante, lo he buscado en vano por diversos sitios de la ciudad, sin premura pero con determinación. Incluso me he atrevido a entrar en el laberinto de Villa Esperanza, en cuyas escabrosas escaleras, callecitas, bocacalles, vericuetos y senderos donde se entrevera n el asfalto y la tierra, me he perdido, dificultando así la tarea de dar con su rostro. Finalmente, he encontrado su precaria tienda de lona montada al pie de unas escalinatas, protegida por el techo de un gran soportal algo derruido por el tiempo y la desidia. Para mi mala suerte, nadie se encuentra allí. Solo hay colillas de cigarro, cerveza y algunos libros mohosos.

En estos momentos me dirijo al quiosco de Juancho, ubicado a una cuadra y media de la entrada a Villa Esperanza . Pero antes debo bajar unas enormes escaleras con tan s ó lo un rellano para tomar aire. Las escaleras se asemejan en verticalidad a aquellas construidas por Mayas y Aztecas . Todo esto aunado al hecho que en el slum hay controles policiales y redadas por doquier el día de hoy, por lo cual debo mantener un bajo perfil.

« La humanidad ha perdido un pedazo de tierra de valor incalculable, se dice a si mismo Juancho, hombre de piel curtida por el sol y de manos callosas por el trabajo . Para los incautos aquel hombre era una basura, un paria, pero ellos solamente veían la ropa raída y la carcasa venida a menos por la miseria y los años. José era uno de esos metales raros y valiosos que se encuentran confundidos en minerales de poco valor o como un gran aluvión que esconde centenares de piedrecillas de oro. Su valor era apreciable para quienes ven allende las apariencias. »

Al momento de sus reflexiones alguien llama a la puerta y sin decir una sola palabra, abre el picaporte empujando suavemente la puerta. La silueta que avanza hacia el mostrador, abriéndose paso a través de la penumbra…es la del joven Luis.

Juancho se levanta lentamente de su silla, se quita el sombrero de mimbre y apoya las manos en paralelo sobre el mostrador —diciendo— ¡ Caramba joven! ¿Qué hace aquí a estas horas?

— Lamento importunarlo se ñ or Juancho, andaba en Villa Esperanza resolviendo algunos asuntos y pensé en pasar por aquí a comprar cigarros y agua. Usted sabe bien que la sed y la abstinencia no son buenos compadres.

— Juancho retira las manos del mostrador, abre una gaveta, saca una cajetilla de cigarros, se la entrega a Luis y se dirige con hastío a la parte trasera del quiosco, donde se guardan las botellas de agua. Al regresar con el agua sentencia — Son veinte comandantes joven Luis—. Éste saca unas monedas con la efigie del Comandante y otros “héroes patrios de la revolución” y se los entrega a Juancho.

— Muchas gracias compadre, me estaba muriendo de sed. —Mientras bebe el agua pregunta sin preámbulos, con mirada inquisidora, sobre el paradero de José— ¿Qué es de la vida de José El Errante ?

— Al Errante lo mataron durante una operación los grupos de la muerte , concluyó Juancho.

— Juancho entorna los ojos, mira a Luis, escrutándole, da media vuelta, regresa a su silla y se queda en silencio unos cuantos minutos, que se dilatan cual horas para Luis. Lo único que se escucha en ese momento es el pasar de los vehículos, el trino de las golondrinas y las aspas de los ventiladores.

Luis siente fogaradas en la boca del estómago, náuseas y cuchillas de sierra desgarrando su esternón. Aún bajo el shock, lívido y mudo, se da media vuelta, recoge sus macundales y sale a trompicones hacia la calle, cerrando la puerta de un portazo seco.

En estos momentos camino por la calle buscando el banco más cercano. A José lo han asesinado vilmente, tuvo la mala suerte de toparse con los grupos de la muerte en una de sus múltiples incursiones en Villa Esperanza; estaba en el momento y en el lugar equivocados. Los infrahumanos de las brigadas suelen penetrar los barrios armados hasta los dientes, disparando a mansalva sin que medie una sola palabra. De esta forma acaban con la criminalidad (dicen ellos), justifican su existencia e inflan las estadísticas, adjudicándole el papel de delincuente a muchas víctimas inocentes que solo están de paso cuando comienza la balacera, como bien pudo haberle ocurrido a José.

Después de recibir aquella noticia impactante, el mundo se había transformado en un pandemónium, mi cabeza estaba nublada y hecha un verdadero galimatías; sentía una suerte de corrientazo en el espinazo que se irradiaba hacia todas mis extremidades, sentimientos dis í miles como cólera y júbilo empezaban a juntarse al punto de hacerse inmiscibles. En medio de aquel ballet macabro que danzaba y se apropiaba de todos mis procesos cognitivos, dos policías estacionaron su moto cerca de donde estaba y sin pensarlo dos veces, les solté toda clase de improperios, motivo por el cual me propinaron una golpiza.

Absorto en mis pensamientos luego de la paliza, lacerado y magullado después de haber sido zarandeado como un coleto, comencé a pensar en frases de Borges diciéndome a mí mismo: “ahora es invulnerable como los muertos, ahora es invulnerable, como los dioses”. Si como dice Borges, “lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres”, si como dice Sartre, ejercer la libertad y elegir implica un compromiso con la humanidad, entonces los policías que transitaban en moto son tan culpables como los que jalaron el gatillo, yo también lo soy y sospecho que esta ciudad maldita, donde reinan los ojos vacíos y la desidia, también lo es. Tampoco están exentos El Comandante y otros próceres modernos, hacedores de interminables ciudadelas de penuria como Villa Esperanza.

Ensangrentado, derramando lágrimas de rabia, me levanté para dirigirme a un banco situado a cincuenta metros. La sangre había estropeado la guayabera (regalo de mi tío), también mi pantalón y, para remate, los pasantes me miraban con aire compungido. Todo eso me pareció baladí y trivial en comparación a la pérdida de aquel hombre entrañable conocido como José El Errante. Yo tan solo había atisbado una brizna de su sabiduría, una hoja de un árbol comparable al árbol de Yggdrasil, el cual separaba el mundo en diversos planos de acuerdo a las cosmogonías germánicas.

Una vez sentado en el banco, tomé unas servilletas húmedas para limpiarme la sangre, pudiendo constatar que los cortes eran superficiales y no ameritaban sutura alguna, luego tomé dos pastillas de Alprazolam y empecé a mirar hacia la lontananza, sereno y desdoblado de mi ser. La luz empezaba ya a retraerse para dar nacimiento a la oscuridad, dios y entidad primordial de tantas cosmogonías antiguas.

Impávido mirando el horizonte, imaginé que las Valquirias habrían ya recogido el alma de José para llevarlo a un Valhalla más pacífico, ya que no había necesidad de prepararse para el Ragnarok. El Ragnarok, que es el fin del mundo para la mitología nórdica (en español podría traducirse como el destino de los dioses) ya se había instaurado en la ciudad, cuyos pérfidos gigantes de hielo y fuego, eran los macizos de concreto desprovistos de humanidad, iluminando la noche con sus neones tristes.

Al bajar la mirada contemplé por largo rato la hierba amarillenta bajo mis pies, así como el cómico andar de algunas cochinillas que se hacían un ovillo apenas las rozaba. Cuando volví a alzar la vista la luna se había apoderado del paisaje nocturno. La miré imperturbable durante una media hora, tratando de colocar su contorno entre mis dedos índice y pulgar, tratando de asir lo inasible mientras el rostro de José El Errante, de José y el olvido, de José y la noche se empezaban materializar en el rostro del satélite.

21/11/2020, Lille

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No tengo palabras para describir está maraña de sentimientos, yo nací en ese país perdido, olvidado, doblegado, varias lágrimas todavía ruedan libres, sin asidero, sin control, vi pasar muchos “José El Errante” por una cuidad indolente, sin humanidad ni empatía. Huí despavorida de inseguridades , violencia, e irrespeto por los bienes ajenos, de una cuidad que se corrompia ante mis ojos , por obra y gracia del general y otros personajes sátrapas de la historia reciente. Aún guardo dentro mí, resentimientos, y encono contra todo lo que frustró mí porvenir.
Pero sin vivir en Villa Esperanza no ignoraba que existiera un inframundo creado por carroñas y demás alimañas para doblegar desvalidos como “José El Errante” que circundan la cuidad.
Te confieso que hacía mucho no leía algo tan crudo y real. De un sub mundo creado por la maldad de personajes que se amparan en ideologías trasnochadas. Te envío un abrazo con mí agradecimiento por la crudeza real.