–Tenemos un vagón, el otro lo tiene Jorge.—dijo Gustavo
– ¡Coño! ¿Pero no lo devolvió…? –Dije molesto y salí a buscarlo después de iluminar la cuadra. Eran las cuatro de la madrugada y debíamos construir la acera antes del mediodía.
Jorge vivía cerca, su apartamento estaba al final de un pasillo con dos recodos. En el umbral de la puerta vi al perro. Me asusté. Debía estar donde siempre lo mantenían por peligroso, en el solar de la esquina, con cerca peerles por un lado y al otro el alto muro de canto. Un mes antes, unos niños jugaban en la calle, la pelota cayó al solar y con la ayuda de los demás uno subió al muro y al inclinarse para ver si la veía, el pastor alemán saltó y de una dentellada le desfiguró el rostro. Estuvo hospitalizado una semana. Días después… ( Nunca se supo quién) , por la cerca, con algo punzante le vació un ojo y el animal se tornó más fiero.
Lleno de angustia por el antecedente, me sentí desgarrado. No quise darle la espalda. Se abalanzó poniéndo sus patas delanteras en mi pecho y por instinto, llevé mis manos a su cuello para evitar que me mordiera la cara Temblaban mis piernas. Con las mandíbulas abiertas mostraba su dentadura ante mi rostro. Sentía el calor de su aliento. Al presionarle el cuello e intentar apartarlo ladeó la cabeza, mirándome con su ojo pardo. Sin menguar presión, moví los dedos, como si lo acariciara. Tomé aire. Quise decirle: “Llama a Jorge”, pero sin voz…, solo logré mover los labios. El animal seguía sobre mí; yo moviendo con presión las manos en su cuello. Me apena decirlo, pero sufrí una incontinencia. Tras otra aspiración entrecortada, traté de repetir lo mismo. Resultó un tartamudeo casi silente: “Lla-lla-llamm-ma a Jo-joje”.
Una y otra vez se quitaba y volvía a golpearme el pecho con sus patas haciéndome retroceder algunos pasos. Respiré profundo y quise gritar: ¡Jorge!, pero no me salió sino un: “Jo…je” apenas audible.
Repitió la misma acción hasta llevarme a la calle. Se detuvo ante mí con su fija mirada polifémica. Alargando el hocico emitió un gruñido que me electrizó. Ladró fuerte parando sus puntiagudas orejas, lo hizo tres veces más.
Entendí el mensaje… Miré al cielo. Le di la espalda y caminé despacio, muy despacio, sin aliento, como un zombi.