Yo escribí esto que se publicó en un libro llamado “Confinados”:
Es un campo de batalla inesperado,
el de aulas o de parques,
el de cines o teatros,
el de bares, oficinas o de estadios
o aquel otro del asfalto trashumante de las calles.
Es un campo de cultivo de contagios,
de esta guerra, que sin tanques
ni misiles o artefactos
causa estragos
en un mundo que no sabe atrincherarse.
¡Qué desastre!
Ha cambiado el escenario,
y ahora el frente donde libran el combate
contra el virus del diablo
nuestros héroes sanitarios,
no es el aire, ni la tierra, ni los mares,
sino el alma de repletos hospitales.
No les vence ni el cansancio
porque hay bombas que se paran con aplausos,
prodigándose en coraje,
todos juntos, mano a mano,
resistiendo en el alambre,
y luchando…
¡Y ayudando!
Y nosotros, ahí seguimos, encerrados,
enjuagándonos el llanto
por aquellos que se marchan con los ángeles,
como el barro miserable
que se exclama en los versos más amargos.
En refugios que son cárceles,
en presidios al resguardo
del acecho de esos males
invisibles, e inmutables
sin vacuna que derrote su terrible corolario.
Y nos queda, esperar que todo pase,
y si pasa, levantarnos,
aferrarnos a los lazos terrenales,
al esfuerzo solidario
y a esos ánimos
sin los cuales
las rutinas del encierro cotidiano
serían cumbres cada día infranqueables.
Es posible que este viaje
de quietud y de inquietud resulte largo,
que haya quejas y hasta hartazgos,
pero no está bien buscar culpables,
ni siquiera lamentarse,
porque en tiempos de una crisis lo sensato
es ser leal, gente de estado,
dar soluciones y resolver dificultades.
Ya me callo,
y hoy, en esta cuarentena inexcusable,
viendo cómo llueve en los cristales,
me da por pensar en ese instante,
añorado,
en que todos…, podamos abrazarnos.