El lobo incomprensible

Empezaron a llamarme lobo una tarde cualquiera. Alexander dijo que tenía la mirada parva y
oscura. Era la primera frase de la mesa, y pronto se convirtió en el tema principal de la conversación. Añil añadió que probablemente hubiera un lobo dentro de mí, encerrado en la jaula de huesos y carne y vísceras de mi tórax. Después Silas me miró fijamente. Parecía visiblemente preocupado.

-Tendremos que hacer algo -dijo -. No puedes andar por ahí con un lobo dentro. Podría ser
peligroso.

Iba a protestar, pero unos dedos me taparon los labios suavemente. Pertenecían a la mano blanca y pequeña de Asteria.

-Aquí no hay ningún lobo -pronunció entonces con firmeza mirando, uno a uno, a los participantes de aquella tertulia -. Si seguís diciendo estupideces, os daré un mordisco.

Tras decir esto, frunció el entrecejo y apretó los dientes. En aquel momento pensé que realmente sería capaz de hacerlo. Eso, morder. Saltar sobre la mesa y empezar a propinar dentelladas certeras a diestro y siniestro. El pensamiento de que estaba enamorado de ella electrizó mi mente como una descarga de rayos, y después se desvaneció en el aire, marchándose al reino de las cosas que nunca han existido.

Todos permanecieron callados entonces, y pudimos sentir por un breve momento la tristeza gris de nuestras vidas. Entonces Alexander contraatacó:

-Tal vez no sea un lobo, pero con toda probabilidad podría comportarse como uno, llegado el
momento.

-Con toda probabilidad -dijo Asteria calmadamente-, esta noche duermes en el sofá.

Alexander hizo una mueca como de chico cogido en falta, y pareció que iba a protestar, pero
después debió de pensarlo mejor porque bajó la cabeza y comenzó a juguetear con el vaso que tenía más cerca, mirándolo fijamente como si ese largo vaso encerrase dentro todos los misterios del universo.

Nunca habíamos hablado de lo que había entre Asteria y Alexander, aunque todos lo sabíamos. De alguna forma, habíamos conseguido hacer de ello un tabú de la peor clase, algo feo y vergonzoso, a pesar de que no tenía nada de lo uno ni de lo otro.

Aquella noche volví a casa por La Espiral, como solía siempre que algo me rondaba la mente. No
podía evitar pensar que Alexander estaba en lo cierto. Que era un lobo. Me parecía irrefutable. La cuestión es que no me preocupaba tanto ser un lobo, o llevarlo dentro. Lo que realmente me aterrorizaba era no haber sido consciente de ello antes.

Ya en mi cubil, antes de dormir, abrí la ventana de par en par y me asomé. La noche estaba fría,
oscura y callada. Abajo, los arbustos parecían albergar dentro bestias de ojos luminosos. La luz blanca de la luna llena se mezclaba con el resplandor macilento de las farolas.

Tal vez no podáis entender lo que hice entonces. Tal vez penséis que estoy loco.

De un salto ágil me puse en el alféizar, en cuclillas, y bajando los brazos apoyé las manos en el hueco que quedaba entre mis piernas.

Alcé la cabeza lentamente… y aullé. Era un aullido espantoso. No sabía que mi garganta pudiese emitir algo tan primitivo, tan horrible, y a la vez tan increíblemente bello.

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Me gusta este “lobo hombre en París” (o en donde sea :sweat_smile:), sobrevenido de repente, tentado a probar su parte animal.
Otro buen relato que deja claro el don de tu imaginación y de tu buen hacer con las letras.
Un saludo, Omar :rose:

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Su nombre es… Dennis :rofl: :rofl:
Gracias Wallace por tus amables palabras :slight_smile: .
¡Salud!

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