El designio de la ultra comunicación

El designio de la ultra comunicación.

Alexis Urbina Pimentel

Con su caminar acompasado Yayli, todos los días paseaba por La Habana. Pero le esperaba un día, de esos donde la cotidianidad es incompatible con la vivencia humana. No había dormido bien, esa noche fue diferente, se despertó casi a los dos de la mañana y no pudo dormir más. Su pensamiento se paseo, por momentos importantes de su vida. Uno de sus recuerdos más recurrentes, estaba dirigido a sus padres, los recordaba mientras la educaban en su niñez.

No obstante, su memoria la llevó a pensar, -con mucho desconsuelo-, lo sucedido hace un año, el día en que sus progenitores habían abordado un avión hacia Miami. Su hermana había logrado pagar todos los trámites del visado, requeridos para que ellos pudiesen salir de país. Sin embargo, el dinero no había alcanzado para pagar la visa de Yayli. En la soledad de la noche, ese amargo pensamiento se hizo indefectiblemente recurrente. Los minutos pasaron lentamente, pero como el tiempo es implacable, se llegaron las cinco de la mañana.

Como consecuencia de esa especie del noctámbulo insomnio. Se levantó muy temprano, mucho más de lo acostumbrado. Se dirigió a tomarse un baño y sintió el frio de la soledad. Hay que tomar en cuenta que el frio habanero es muy diferente al que existe en otros lugares, puesto que, sólo el estado de ánimo de la persona hace que aparezca, - de lo contrario la ciudad es en esencia caliente-. Minutos después, Yayli, fue directamente a cepillarse los dientes frente a un vetusto espejo, que si a ver vamos databa de 1950. Se miró, con extremo detalle, vio sus primeras arrugas, sus treinta y cinco años, eran elocuentes. Su cara fina, su nariz perfilada y sobre todo su tez blanca. Su carga genética, denotaba que en ella había mucho de española, puesto que su madre era descendiente de aragoneses y su padre tenía la vena canaria de la isla del Hierro. En ese instante, también se le vino a su pensamiento la imagen de Alberto, quien había sido su único amor, -el que pudo haber sido el padre de sus hijos y quien por desgracia de la vida, había muerto quince años antes, cuando se le diagnosticó leucemia.

Se peinó su largo cabello dorado, se pintó sus labios de un rojo, que en nada hacía juego con su vestido verde atiborrado de círculos blancos. Terminó de mirarse y cuando fue a dejar ese pequeño espacio, al momento de virarse y dar la espalda notó, que el espejo se rompía, que se hacía añicos antes sus ojos. Vio caer los fragmentos de vidrió lentamente. Luego escuchó el sonido trémulo que hacía cada pedazo de vidrio cuando impactaba al viejo lavamanos. Ella como sociólogo al fin, se resistía a creer en los viejos dogmas de los que cotidianamente habla la gente, los cuales, han hecho que muchas personas infieran que cuando se parte un espejo, eso le trae consecuencias negativas a quien esté lo más cerca posible. Para ella los malos augurios, son resquicios de las creencias que se vivían en la antigua Roma. Yayli lo sabía, lo razonaba, lo inducía, debido a que lo había visto como parte del programa de formación en la cátedra de Sociología Jurídica.

A todas estas, quiso que el recuerdo de la situación pasase lo más pronto posible y salió raudamente a pisar las calles habaneras. Caminó hacia la parada donde podía tomar el transporte que la llevaría a su trabajo en la Universidad de La Habana. Como todo habitante de esta cálida ciudad, se dirigía a la fila de personas y en claro acento citadino dijo: -última-. A los tres minutos llegó, la guagua, -término con que se conocen los autobuses de transporte público en Cuba-.

Sin mirar mucho a los lados, abordó el viejo y derruido transporte de un azul despintado por el uso desmedido y por el inclemente sol de La Habana. En todo caso, subir a la unidad no fue tan placentero, puesto que, sintió que el tacón de su zapato, había emitido un sonido que se asemejaba a un chasquido. Y así fue, bajó la mirada y vio completamente partido el pedazo de madera que conformaba el tacón. Con un poco de rabia y disimulando lo más posible lo que le había sucedido, se sentó en un asiento de madera, que tenía algunas astillas que sobresalían.

La guagua siguió la ruta pausadamente, haciendo tres o cuatro paradas, hasta que llegó al lugar donde Yayli debía bajarse, para continuar caminando. Ya estaba en El Vedado, lugar donde se encuentra la Universidad de La Habana. Lo peor del caso, es que sentía la molestia que le generaba el tacón roto, paraba cada treinta o cuarenta metros, lo arreglaba un poco y seguía caminando. En una de esas, se dio cuenta que la astilla que sobresalía del asiento de madera, en el que se había sentado en la guagua, le había roto el vestido.

En ese momento le vino a su memoria, su madre quien alguna vez, quizás en alguna parte, le había dicho que ante las circunstancias negativas que le sucediesen en la vida, siempre debía andar con cara de contenta. Aunado al recuerdo materno, le vino a su pensamiento la rotura del espejo, lo veía como si se estuviese partiendo en ese instante en mil pedazos, -quizás fuesen los augures-, se dijo, en el resquicio de su pensamiento. Sin embargo, su formación como sociólogo profesional la hacía pensar más científicamente sobre el hecho ocurrido. Se intentó dar una respuesta lógica, para lo cual, se fundamentó en la teoría que postula que sólo los hechos reales y tangibles son los que realmente existen. En ese momento fue más existencialista que los postulantes de dicha teoría.

Luego de ello se continuó dirigiendo a paso trastabillante, -por lo del tacón roto en su zapato-, hacía la puerta principal en la que quedaba su oficina. Al intentar sacar la llave para abrir la puerta se dio cuenta, que un pequeño fragmento del espejo roto se encontraba en su cartera. No quiso hacer mucho caso a lo sucedido y procedió a abrir la puerta. Caminó lentamente, hacía la silla y se sentó, dejándose caer y emitiendo un suspiro, que era mayormente resultado de la inconformidad de lo sucedido que del cansancio. A los cinco minutos, de haber arribado a su sitio de trabajo, llegó Maritza su secretaria, la cual, sin mostrar la mayor moderación le dio los buenos días y le dijo sin más, -¿qué le ocurre licenciada?, se le nota un poco rara. A lo que Yayli, respondió con cierto aire de ironía. No es nada, es que no pude dormir bien anoche.

De esa manera transcurrió la mañana, tanto Yayli como su secretaria, permanecieron cada una en su silla, sin casi dirigirse la palabra, solamente lo hacían cuando se producía una pregunta de rigor y era imperante dar una respuesta. Para Yayli era importante que las horas del día transcurriesen apaciblemente. Esto la hacia olvidarse de lo acontecido con el espejo. De esa manera llegó la hora de almorzar, la cual, no trajo ninguna novedad. Asimismo, la tarde se hizo rápida y pronto llegó la hora de regresar a su casa.

Al llegar la hora de abandonar el sitio de trabajo, Yayli se despidió cortésmente de Maritza. Salió de su oficina y se dirigió al lugar donde abordaría el ómnibus. Pero cuando fue caminar como normalmente lo hacia, el tacón de su zapato le hizo recordar que se había dañado en la mañana. Así pues, no le quedó otra cosa que caminar despacio, disimulando ante las personas el estado de su zapato. Ya cuando fue a abordar la guagua, se dio cuenta que el otro tacón se había desprendido, lo cual, le permitía, dar los pasos más normalmente que cuando un sólo tacón estaba dañado.

Al llegar a su casa, lo primero que hizo fue sacar la llave para abrir la puerta, pero no encontró su llavero. Dentro del bolso sólo pudo ver el pedazo de espejo. De esa manera, se sentó a llorar y a esperar que llegara la vecina, a quien ella le había dado una llave por si acaso se suscitaba alguna emergencia. A los cincuenta minutos llegó la vecina, sin darle mucha explicación, Yayli le dijo que necesitaba la llave que ella le había dado para que le guardase.

Al entrar a la casa Yayli, se dirigió inmediatamente al lugar donde se encontraba el espejo roto. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando se encontró que el vidrio no estaba roto, por el contrario, se encontraba brillante, reluciente, demasiado limpio, como si lo hubiesen pulido con la mejor pulitura del mundo. Lo que si le impactó, es que en la superficie del espejo se podía leer la palabra Alberto.

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