El cordero

Corderito y feliz, como le piden;
con bravatas del banco allá en la mesa
y un cigarro en los labios, se sonríe
buscando en el espejo lo que queda.
Las manos y los callos y los golpes,
«¡qué orgullo, qué alegría mañanera!»
Juega con las facturas entre risas,
disfruta la postrera primavera
y le habla al cuadro extraño del reflejo.
«¡Ah, lo que hizo de ti el taller, la guerra,
la oficina, el amor, los niños tuyos!»
Ve la televisión, que la sordera
no le deja escuchar tan bien como antes,
y desayuna, hundido en la miseria.
«¡Qué sabor el del banco de alimentos,
qué sazón, qué ternura, qué grandeza!»
Pensando en el pasado, no lo llora,
brama feliz, nadando entre la niebla:
«¿qué de la casa aquella en que creciste,
del jardín, del umbral, la verde huerta?
Hoy tienes esta enorme casa al menos».
¡Disfruta, oh, siempre alegre, de su deuda,
pues la justicia exige sacrificio!
Toma sus medicinas. Suenan fuera
las botas y los lobos. Luego, paz.
Y en un segundo, cae aquella puerta,
el pobre, en el sofá, los esperaba.
Tuvo tiempo de sobra, en su llaneza,
de escribir una carta dando gracias
a los hombres virtuosos y a las reglas:
«¡y bendito el gendarme y nuestro rey,
y la patria bendita, y el sistema!»
Y tomando el cañón como un devoto,
pintó el cuarto de hermosas azucenas
y bailaron los lobos con sus trajes,
que llevaron el cuerpo con las perras
y zorras que dirigen la ciudad…
Y bailaron aquellas zorras viejas
y los perros y lobos y los cerdos.

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