El Cagüeiro
Por: Gretchen Kerr Anderson
(Publicado en el número benéfico especial, de la revista Retazos de Ficción)
En la aldea de San Miguel, donde el viento siempre parecía llevar consigo los susurros de historias olvidadas, vivía un viejo conocido como Don Esteban, o el Cagüeiro, como algunos lo llamaban a sus espaldas. Era un hombre de rostro surcado por arrugas y ojos que reflejaban el misterio de muchas vidas. Los habitantes del pueblo murmuraban que Don Esteban era un cambiaformas, un anciano capaz de despojarse de su piel y transformarse en cualquier animal que deseara.
Las noches de luna llena, cuando el broche plateado iluminaba la selva, era cuando las murmuraciones se volvían más intensas. Las viejas en la plaza, sentadas en bancos de madera, compartían relatos sobre cómo Don Esteban se convertía en un jaguar, surcando la selva con la gracia primitiva del animal. Otros aseguraban que había sido visto en los campos, tomando la forma de un imponente cóndor que planeaba sobre las montañas, trayendo consigo la brisa fresca del altiplano.
Entre los jóvenes del pueblo, sin embargo, la leyenda era un juego. Alejo, un muchacho de diecisiete años, se burlaba de las historias mientras se juntaba con su grupo de amigos.
—¡Es solo un viejo carguero, no hay nada especial en él! ¿Qué va a saber de magia? Solo es un tipo que ha pasado demasiado tiempo entre las sombras de los árboles. —decía con sarcasmo, mientras lanzaban piedras al río.
Una tarde, cuando exploraban el bosque, Alejo decidió desafiar la creencia, instando a sus compañeros a acercarse a la cabaña de Don Esteban.
—Vamos, veamos si es cierto. Si se convierte en un animal, lo filmaré y lo subiré a las redes. Si no lo hace, entonces probaré que el viejo es un mentiroso— proclamó con una sonrisa burlona.
Los amigos lo siguieron, con un poco de temor y curiosidad a partes iguales. Se plantaron ante la cabaña de madera, rodeada de un jardín desordenado donde crecían plantas silvestres y flores coloridas. Golpearon la puerta con nerviosismo, Al instante, el viejo apareció en el umbral, con su mirada astuta recorriendo a cada uno de ellos.
—¿Qué desean, muchachos? —preguntó, con una voz suave pero firme.
—Queremos ver si es verdad que puedes hacer magia—dijo Alejo, atreviéndose a desafiar la presencia del anciano. —¿Es cierto que puedes transformarte en un animal?
Las arrugas de Don Esteban se profundizaron con una sonrisilla enigmática.
— La gente siempre dice que lo que no comprende es magia.
La franqueza de su respuesta desarmó a Alejo.
—Solo… quiero saber si eres un cambiaformas—insistió.
El anciano se inclinó hacia delante, con la mirada fija en el horizonte.
—Todo ser tiene dos cuerpos, el físico y el etéreo. Para algunos, la transformación es un hecho cotidiano. Para otros, un sueño que persiguen hasta el final de sus días.
—Hablando en enigma, viejo…— rió uno de los chicos, pero algo en la atmósfera les hacía dudar, como si el viento le aguijoneara la piel con algún presagio desconocido.
Don Esteban dio un paso atrás, y, sin dejar de mirarlos, se adentró en su cabaña. Alejo sintió que se le encogía el estómago.
—¿Y si realmente lo hace? —dijo, mientras una punzada de inseguridad se abría paso en su interior.
Para su sorpresa, el anciano apareció de nuevo, esta vez con una pequeña caja de madera en sus manos.
—Con esto, el cambio es posible. Pero recuerden, no todos pueden soportar la verdad que descubren al mirar su reflejo a través de los ojos de un animal.
Alejo tragó saliva, sintiendo la adrenalina correr por sus venas.
— ¿Tú te has transformado en algún momento?
Don Esteban observó a los jóvenes con una sabiduría que parecía estar más allá del tiempo.
— He sido muchas cosas. Un jaguar que pasea por la selva, un cóndor que surca los cielos. Pero también he sido el ciervo que huye, el pez que se esconde en las aguas. Me he visto a mí mismo a través de sus ojos, he sentido su conexión con el mundo. Pero la transformación demanda sacrificio. ¿Estás dispuesto a verlo, muchacho?
Alejo se encontró en un dilema. El deseo de demostrar que todo era una farsa chocaba con su curiosidad insaciable.
—¿Qué debo hacer?
—Solo observa, y quizás descubras la verdad— respondió el anciano.
Dentro de la caja de madera había unos hongos, que Don Esteban ofreció a los chicos. Ellos los comieron y se sentaron en círculo alrededor de él, con las piernas cruzadas. Bajo la luz tenue del crepúsculo, el viejo se puso a meditar con los ojos cerrados. Los amigos contemplaban el ritual en silencio.
—Vean con atención— les dijo el Cagüeiro, justo antes de caer en un profundo estado de trance.
Al instante, un estremecimiento recorrió el aire. Las sombras en el bosque parecieron danzar, y en medio del silencio, se desnudó la figura de Don Esteban. Su cuerpo empezó a temblar, a cambiar. Ante los ojos atónitos de los jóvenes, su forma se desvaneció, y en su lugar se materializó un jaguar majestuoso con ojos centelleantes.
Su rugido profundo retumbó en el bosque. Alejo se sintió atrapado entre el asombro y el miedo. Se dio cuenta de que las historias que había menospreciado no eran simples cuentos, sino claves hacia un conocimiento profundo.
El jaguar lo miró a los ojos, y a través de ellos, Alejo se vio reflejado en su verdadera forma. Luego de esto, el animal dio un salto y desapareció entre los árboles, dejando a los amigos paralizados.
No hubo más risas.
Cuando Don Esteban regresó a su forma humana, el brillo en sus ojos delataba la esencia de todo lo que había sido.
—La transformación no es solo el cambio de forma, sino el viaje hacia el entendimiento—dijo. —He aprendido de los animales, así como ellos aprenden de mí. Dime, que viste al mirarte en los ojos del jaguar.
Pero Alejo permanecía en silencio, reflexionando en lo que había observado en las profundas pupilas del animal. Sus amigos regresaron al pueblo, pero él se quedó esa noche con el cagüeiro, intentando comprender más acerca de aquello que habitaba en su interior. A partir de ese día, en sus sueños, la silueta del jaguar brillaba bajo la luna como un recordatorio de que lo extraordinario a menudo se encuentra en lo cotidiano, y que a veces, es necesario mirar más allá de la piel para descubrir el verdadero sentido de la vida.