El anillo del último rey Visigodo

Julio del año 711 de nuestro Señor Jesucristo; en las cercanías del rio Guadalete, Hispania.

Tras varios días de escaramuzas, insultos, y una sangrienta batalla campal con el estigma de la traición, el poderoso ejército godo, comandado por el rey Rodrigo, caía bajo las flechas y los alfanjes de la disciplinada y decidida tropa musulmana, la cual, dirigía con suma precisión el estratega y general bereber Táriq ibn ziyad.
Todo había acabado para el viejo reino visigodo, pues la media luna se había alzado con la total victoria, y muy pronto, con el control de toda la Península Ibérica; aunque eso, todavía no lo sabían los imprudentes traidores a su propio pueblo. Los seguidores de Witiza, el anterior monarca, fueron los instigadores de esa fatídica decisión que desembocaría en la más alta traición. Una traición cegada de una ambición absurda por alzarse con el trono visigodo. Ciertamente, unos ilusos, pues ni sus hijos, ni el hermano del monarca fallecido llegarían a reinar, así como tampoco deshacerse del control del nuevo poder emergente. Cuando quisieron darse cuenta, los musulmanes tenían bien atado el control del sur y el centro peninsular, y su expansión hacia el norte parecía imparable.
El general Táriq, había iniciado la conquista de manera exitosa. Además, durante la batalla y la espantada general del ejército godo, este, había descubierto muerto cerca de un vado del rio, al caballo del rey Rodrigo, y unos metros más abajo, la armadura y la espada del monarca visigodo. Jamás pudieron encontrar el cuerpo, aún así, lo dieron por muerto en la batalla. Seguramente, se lo habría llevado la corriente mientras intentaba cruzar el rio, y si lograba sobrevivir, no llegaría demasiado lejos, pues el rey godo, se encontraba herido de gravedad. El general bereber, se había encargado personalmente de ello.
Y así fue, pues el rey Rodrigo, más muerto que vivo, y con la ayuda de alguno de sus más fieles soldados, consiguió escapar de aquella batalla hacia tierras lusitanas, concretamente a la ciudad lusa de Viseu.

Uno de esos hombres fieles era el hispanorromano Flavio Crespo, un espatario perteneciente a su guardia real, leal hasta las últimas consecuencias, pues así lo había hecho jurar ante el propio monarca y ante Dios. Flavio, con la ayuda de un camarada , habían conseguido sacar al rey del rio antes de que se ahogara, despojarlo de su pesada armadura y huir a pezuña de caballo del campo de batalla sin que se percatasen los combativos musulmanes.
Dos días después de su llegada a Viseu, el monarca Rodrigo, murió. Solo los pocos fieles que habían logrado escapar y algunos religiosos de la ciudad, acompañaron al rey hasta su última morada. El sepulcro del último rey de los visigodos se dispuso en una cripta bajo la pequeña iglesia de la ciudad, una modesta morada para el que se convertiría en el más famoso de todos los reyes visigodos. Aunque de momento, eso lo protegería de cualquier enemigo que pretendiera interrumpirle en su descanso eterno.
Poco antes de morir, el rey llamó al más fiel de sus hombres para encargarle una última misión. Flavio Crespo se presentó ante su señor a la espera de esa orden.
Tras la derrota y la desbandada final, los combatientes supervivientes escaparon en la dirección que les permitieron sus enemigos. Uno de ellos fue el primo del rey, el caballero Don Pelayo, capitán de la guardia real. Este, había conseguido escapar hacia las tierras del norte con un grupo de poco más de cincuenta caballeros. Desde allí, se disponía a reagruparse y conformar otro ejército para contraatacar a los incansables bereberes, acabar con ellos, recuperar el reino de sus ancestros, y finalmente castigar a los traidores.
El hispanorromano, debía entregarle un mensaje a Don Pelayo, así como el anillo del rey Rodrigo, pues según el propio monarca, su primo, era la única persona capaz de revertir esta situación. El leal soldado asintió mientras el rey lo miraba orgulloso. Habían compartido arduas batallas y memorables jornadas de júbilo, pero por encima de todo, habían compartido el respeto que se tenían mutuamente como hombres de honor que eran. Luego, Don Rodrigo, dio un último suspiro y se convirtió en leyenda.
Flavio, junto a los dieciséis hombres que habían llegado hasta Viseu, se pusieron en marcha inmediatamente. Quince duras jornadas les costó llegar a las montañas astures y dar con Don Pelayo. Los caminos no fueron amables con los soldados visigodos, y a pesar de las precauciones tomadas, en un par de ocasiones tuvieron que enfrentarse a una patrulla árabe. Flavio y sus caballeros salieron victoriosos de ambos encuentros, pero tres de sus hombres cayeron muertos. Uno de ellos, el hermano del propio Flavio; Sempronio Crespo.

El agotado Flavio saludó a su amigo, mientras su todavía capitán lo recibía con un fuerte abrazo. Los dos hombres se dirigieron hacia los improvisados aposentos del líder visigodo, erigido ahora como caudillo de todos los godos. Flavio, le hizo entrega del mensaje del fallecido rey Rodrigo y del anillo de este; Luego, en consejo, y junto a las demás autoridades que allí se daban cita, se nombró oficialmente a Don Pelayo como dux Asturiensis, caudillo visigodo, y máxima autoridad hasta que se nombrara un nuevo monarca.
Poco más se sabe de los siguientes diez años, y de como se llegó a la trascendental batalla que tuvo lugar en Covadonga en el año 722 de nuestra era. Parece ser, que Don Pelayo y sus fieles se hicieron fuertes en las montañas astures y en sus territorios colindantes; tan fuertes, que el veterano y antiguo capitán de la guardia personal del rey Don Rodrigo, fue alzado a la categoría de monarca. El ahora, monarca de los astures establecería el epicentro de su reciente reino en Cangas de Onís.
Durante los primeros años, se resignaron a pagar tributo al gobernador bereber Munuza, que dominaba el norte peninsular desde su base en la actual Gijón. El inteligente gobernador, a cambio de generosos tributos, les daba cierta libertad a cambio de que se mantuvieran en sus límites territoriales sin hacer demasiado alboroto. Cuentan algunas crónicas medievales que fue por culpa de la excesiva presión tributaria, o incluso, según otras, como consecuencia del lascivo interés de Munuza por la bella Ermesinda, hija de Don Pelayo, que estos se revelaron y se dispusieron a plantar cara al musulmán. Ocurriera lo que ocurriera, ya habían tomado la decisión, y solo Dios sabría lo que iba a acontecer. El problema, es que los islamitas también disponían de la ayuda de un poderoso Dios. Y así, dispuestos como estaban, once años después de la desastrosa batalla del rio Guadalete, unos pocos, se dispusieron a plantarle cara al mayor poder militar del momento.
Hombres venidos de todas partes de la península, y que llevaban años exiliados en los dominios astures, se pusieron a las órdenes del rey astur. No eran demasiados, y tan solo unos quinientos pudieron reunirse para dar batalla a los mahometanos. Incluso, algunas mujeres se colocaron estratégicamente en lo alto de algunos riscos haciendo a la vez de centinelas y de lanzadoras de piedras a cualquier enemigo que se aventurara a pasar por allí. La única ventaja que tenían los astures eran su perfecto conocimiento del terreno, así que deberían jugar bien esa baza.
Las montañas eran su refugio, y como si se tratasen de las mismísimas murallas de la legendaria ciudad de Troya, se harían fuertes entre sus estrechos pasos y sus altos peñascos. Esta vez no habría regalo de los falsos dioses paganos, y solo el verdadero Dios cristiano saldría vencedor de ese combate.
Y fue allí, en Covadonga, once años después de la conjurada derrota, donde comenzaría el mito de la reconquista hispánica, un largo período de guerras, pactos y colaboración entre cristianos y musulmanes, convivencia pacífica, intercambios culturales, e incluso amor y amistad entre dos mundos separados por un mismo dios; pues no todo fue guerra y sangre entre la cruz y la media luna.

Y entre los grandes nombres de nuestra mal llamada Reconquista como Don Rodrigo Díaz de Vivar « El Cid», Jaime I de Aragón, Alfonso X «el sabio», los tres Abderramanes o Almanzor « el victorioso» , entre otros muchos, destacar a los incontables hombres y mujeres de anónimo recuerdo que estuvieron allí, en esos momentos decisivos para nuestra historia.
Uno de ellos, el Hispanorromano Flavio Crespo, luchó al lado del último de los reyes visigodos en Guadalete; ayudando al monarca a escapar y haciendo cumplir la última voluntad de su buen señor. Once años después, lucharía junto a Don Pelayo en Covadonga, y aunque resultó herido en una pierna, dejándolo cojo para el resto de sus días, consiguió por fin, y con la ayuda de Dios, la encomienda de su rey. Finalmente, habían derrotado al ejército bereber y daba comienzo la reunificación de lo que había sido el reino perdido de los visigodos; y aunque finalmente no fue así, ese día Don Rodrigo, el último de los reyes visigodos, pudo por fin descansar en paz y ascender definitivamente al reino de Dios.

Flavio Crespo, ahora capitán de la guardia personal del rey Don Pelayo celebraba con los suyos la tan sufrida victoria de la primavera del año 722 d.C. Los hombres y mujeres bebían y bailaban alrededor de las hogueras, mientras los músicos tocaban alegres melodías y alzaban cánticos de victoria guerrera y de alabanza a Dios y a la Virgen, pues según los allí presentes, estos, había tenido mucho que ver en el éxito de la contienda. Flavio, miraba con pasión a su mujer Aurora, hispanorromana como él, y a su hijo Eudonio, de doce años de edad, que ya comenzaba a prepararse para convertirse en un diestro caballero. No dijo nada, pues solo quería grabar esa imagen en su cabeza para recordarlos así de magníficos, así de luminosos. Los combates volverían a reanudarse próximamente, pero esa noche no. Esa noche los astures y todas las gentes anónimas que allí se daban cita, celebraron la victoria de su rey, de su pueblo, y de su fe hasta el amanecer.

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Magnífico repaso a ese pedazo de la historia, compañero he disfrutado tu relato. Un saludo

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Muchas gracias por vuestros comentarios.
Un enorme placer que os haya gustado.
¡Saludos!

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