Duele la muerte ajena,
las lágrimas de las vecinas
inundando los lavaderos.
Duelen sus hijos desangrándose
entre el olor a aceite derramado
de las motocicletas clandestinas.
Duelen no siempre las víctimas
sino quienes disparan y huyen
cuando la sangre se eleva
y el sacrificio enoja a los dioses vengativos
que nunca tienen suficiente.
Porque duelen las ofensas
dichas de pie frente al desconocido
que calla por respeto
cuando lo mejor habría sido enterrar el silencio
junto a la carne macilenta del cadáver
antecediendo el robo de los relojes.
Y es que duelen los inocentes por su ignorancia
su candidez de albatros agotados
su confianza en el sufragio
sentando al cobarde en la silla del poder
mientras le crece el abdomen
y compra sexo en el barrio chino
como si fuera ajinomoto.
Duelen las plazas solitarias
los juegos inconclusos
la rayuela que lava la lluvia
el canto ahogado de los himnos escolares
la deserción de los pelícanos
con sus buches cóncavos
como naves naufragando en la miseria
de las miradas sin destino.
Duelen los pétalos acurrucados
en los tallos macilentos
de la patria acuchillada.
Pero esencialmente duele
no haber respetado tus miedos
cuando abrazarnos era suficiente.