I
Al rezo soy un monje que medita
con palabras, y al calor de tu manto,
oh señor, ¿me preguntas por mi canto,
del origen, qué cuál pasión lo incita?
No el ritual del ancestro ni la adscrita
multitud de mandatos, que algún santo
pusiera por escrito con encanto,
ni el consuelo lo busco entre la ermita.
De tu muerte, ¿hay llanto que consuele?:
inmolarte por amor a los hombres,
no lo niego, toda el alma me duele;
mas razón otra tengo, no te asombres,
y que hurtarte el silencio me encarcele,
pues tú, Verbo, tú creaste los nombres.
II
Rompo el canto, cristales de la esfera
se derrumban; castiga − ¡oh cordero!−,
el insulto que ofrezco frente al cero,
labio impuro merece ley severa:
abate al alma, ¡quémale en la hoguera
que callar no pretendo!, yo prefiero
nutrir llamas, ¡aviva el fuego fiero!
que el ritual no es quien mueve mi loquera,
ni el divino decreto de tu esposa,
tampoco doy mi canto por pedirte
que la diestra, me tiendas majestuosa;
en látigo pecado pudo herirte…
pero tengo razón mas poderosa:
sólo en Verbo, dios padre logra oírte.
Dos versiones de la misma cosa: Inspiradas en el texto anónimo conocido como «Soneto a Cristo crucificado»