Siempre me ha parecido curioso que el apellido del pintor de grandes pinceladas empiece por la letra “B”. Esta letra, desde su grafía y fonética, guarda cierta robustez. En Colombia, cuando te enseñan el abecedario de niño, casi siempre la bautizan como la “B” con barriga, o la “B” embarazada, incluso la “B” grande, como la obra de Fernando. Recuerdo cuando alguna vez en el centro de Bogotá me llevaron al museo Botero. Con asombro descubrí a un artista que dibujaba todo gordo, con sobrepeso, pensaba entonces y me preguntaba ¿por qué hace todo tan gordo? El profesor me contestó “porque ese es su estilo”. Pero eso nunca respondió a mi pregunta, realmente, ni satisfizo mi curiosidad de niño. Luego de visitar ese museo, repetía el apellido del artista con exagerada dicción en el Transmilenio de regreso, y como la letra “B” se pronuncia grande, me veía en el vidrio y pensaba que parecía una obra suya, hasta risa me dio. Hoy me entero de su muerte y vuelvo a pensar en esto, y de ahí el siguiente poema:
El pincel de Botero era grande, como su apellido,
no escatimaba en pintura ni espacio,
sus líneas parecían círculos.
Lo robusto de su obra habla de bonanza,
las balas eran bolas de cañón,
naranjas como sandías.
Un día se decidió pintar la guerra,
pensábamos que el conflicto parecía denso,
hasta que Botero lo plasmó.
A su amado hijo un caballo montado,
un vestido azul marinero,
bastó para el recuerdo.
En mi mente rectilínea pensé estereotipos,
llegada su muerte vi mi error,
el volumen de su obra.
Y como los paisajes de muerte eran normales,
él decidió hacerlos grandes:
Con suerte así alguien los vería.
En memoria del pintor colombiano Fernando Botero, fallecido recientemente.