Los poliedros iniciaron su enigmática danza, escrutando leyes secretas para establecer entre dos hombres quien gana, al detenerse dictaminaron que el ganador era el hombre del perro. Los dioses del azar desconocen mi nombre. por eso cuando gano, me señalan con el dedo
— Ganó aquel, el que anda con el perro.—
Pero eran victorias parciales, otras jugadas vendrían tan sucesivas como desesperanzadoras. Seguí lanzando dados con la concentración al máximo, construyendo esquemas involuntarios de control muscular a lazo cerrado con el impulso subconsciente, para detener los dados con la mayor puntuación mirando al cielo.
La partida amenazaba con tornarse aburrida e improductiva para ambos jugadores, el billete de a cien, deambulaba de un sentido al otro, involucrado en una distribución de frecuencias inexistentes en el impredecible mundo de los dados,— no se da el uno por uno en una partida de dado, amenos que tal equilibrio, sea forzado. Cuando comenzaba a sospechar de la neutralidad de aquellos dados; oímos una fanfarria en una de las máquinas traganíqueles, donde unos jóvenes probaban suerte, la algarabía nos distrajo, los jugadores se palmeaban las manos y decían a gritos
—Sabía que estaba dando. Decía uno de los apostadores.
El presunto ganador apretaba los puños y sonreía, mientras expresaba a todo gañote.
—!Está pagando , boludo… te lo dije¡—.
El tipo que hacía de barman se dirigió a la máquina. También mi contendor, todos los apostadores se amontonaron sobre la máquina que acababa de dar el premio, algo anotó el cantinero, algo comprobó, intercambió algunas pocas palabras con mi compañero de juego y se vino a la barra, donde pagaría al afortunado mozo que mereció los favores de los algoritmos basados en los estadios de la probabilidad oscilantes en los procesadores de aquellas máquinas.
Debió haber sido una suma importante, ya que el cantinero fue al simulacro de cocina y regresó con una caja metálica y contaba y contaba como un diligente cajero bancario.
A todas estas “mi contrincante”—como llamo yo al sujeto que bebe Gancia a pequeños sorbos (muy pequeños) yo llevo tres Whiskey en la sangre y el mantiene el mismo medio vaso desde que llegué.—.
Se me olvidaba decirles, que el hombre era bien vestido y bien hablado, a primera vista parecía un porteño educado incompatible con la ambientación de aquel lugar.
Timoteo me advirtió —con las pataditas— que tuviera cuidado, porque aquel señor, podía ser un capo de alguna organización no precisamente creada para velar por el bien de la humanidad.
Le hice caso omiso, el sujeto me parecía un tipo cordial que se divertía con mis redondillas y chistes incomprensibles. Me agradó también que no hubiese intentado sacarme la plata de los bolsillos en el primer movimiento. —tampoco era que yo llevaba mucho dinero, algo así que dijeran : !Ay pero cuanta plata tiene ese cuate¡, fíjate…(bis)—
El sujeto se reincorporo a su asiento y sorbió la minúscula gota acostumbrada y preguntó:
—¿seguimos?.
Le respondí
!Sigámosle¡
Cinco amores he tenido
cinco veces roto el corazón
por lo tanto no hallo razón
para darme por vencido.
El sujeto dejó escapar una leve sonrisa, retomó el billete de a cien y me ofreció los dados, para que fuera yo mano en esta oportunidad.
Agradecí la atención con un gesto de reverencia y manipulé aquellos cubos como me enseñó mi abuelo. Los puse a rodar y dos seis prendieron los ojos de mi contrincante y los míos propios, —hasta Timoteo alzó la cabeza—
No quise hacer mucha celebración ni ninguna manifestación parsimoniosa , porque también me dijo mi abuelo: que no era sano, ni honrado, ni ético, ni prudente, ni cortes, hacer mella del perdedor.
El hombre con una sonrisa, comprensiva, tomó los dados,— era su turno—, los sacudió en sus manos por unos, dos, tres, quizás cinco segundos y los lanzó en el entramado de aquella estropeada madera.
¿Podrán creer que sacó un par de seis?
Después de un instante de silencio , tras algunos balbuceos con francas referencias escatológicas, reaccioné; igual había ganado yo por ser mano. Pero ese resultado está fuera de todo parámetro del azar. intuí que algo estaba programado, que había otra intención detrás de aquel toma y dame, quizás era un dulce que aquel sujeto estaba ofreciendo para después dar la estocada estelar. pero acepté el reto y me di con furia: en este lance obtuve una puntuación de nueve ( cinco más cuatro), esa mano la perdí.
no le di mayor importancia porque se había parado en triangulación o nosotros el recién ganador de las tragamonedas, mostrando sus tatuajes en los brazos, ya se había embolsado no se cuantos pesos, y ahora se sentía un hombre realizado.
Después de varias jugadas en el mismo monótono intercambio de un billete de poco valor.
el hombre interrumpió con un acento para mí sorpresivo
— !Qué pó jugá ,queee¡
Casi no entendí lo que quiso decir…
Mi compañero de juego , le respondió , que sí; después me miró y preguntó si yo no tenía problema. Enseguida respondí:
—Los mirones son de palo
desde el cogote al ombligo.
Bienvenido es el amigo
cuando otro amigo lo trajo—
El Tipo no entendió nada de lo que dije, yo tampoco entendí algo que le dijo a mi compañero de juego; después supe que quería que apartáramos una mesa para jugar lanzando los dados en el piso. Y también deduje que el sujeto era de Tucumán por la tonadita característica que tienen los tucumanos.
Cuando ya todo estaba listo para empezar a jugar, sentí un poco de frustración, porque el compañero de juego, con el que tenía varios minutos lanzando dados en la barra, no estaba. En la barra permanecía el vaso de Gancia con el cenicero al lado. Pero el hombre no estaba. Me sentí en medio de emboscada, pero como vengo de donde se come carne viva, no reculé.
El tucumano pidió dados nuevos —cosa que me alivió sobremanera— colocó un fajo de billetes sobre la mesa junto con el cubilete de los dados, vaciló unos segundos, hasta que me dijo en tono persuasivo:
—Chángo…plata en mesa.—
Mientras sacaba un apócrifo fajo de billetes del bolsillo (amarrado con bandas elásticas tan apretadas como se amarraban las hallaquitas en mi pueblo) intuía que aquel Tucumano venía con todo y por todo. Me pareció ver que Timoteo se ponía las dos patas en los ojos y decía:
—!Ay¡…si a este no lo mata el Tucumano, lo mata la mujer cuando llegue a casa.—
Coloqué mi “paquetito chileno” en diagonal al fajo legítimo y genuino del Tucumano.
—Vamo a echá una mano a ve quien sale. Dijo el Tucumano.
—Vale. Dale pá lante.— le respondí.
El Tucumano batió los dados en su mano derecha, en su antebrazo un tatuaje de serpiente, con la lengua desembocando en Y apuntando meñique y pulgar. Dos/cuatro. Mostraron los dos dados respectivamente en sus caras verticales.
Era mi turno. No quise impresionar con los dados pero si con el pico; de tal modo que mientras ligaba con los dados en mi mano derecha sin tatuajes, deje oír esta copla para divertir a los curiosos.
Cuando me pongo a jugar
ciertamente me entretengo
con otras artes me mantengo
!pero he venido a ganar.¡
Solté los dados y salió un dos /tres.
—al cabo que ni quería ganar. Pensé (en voz baja).
Los whiskey 's surtieron el efecto esperado, seguimos lanzando dados y yo diciendo versos que ya no recuerdo, en mi ángulo de la mesa se amontonaban los billetes, de vez en cuando salía uno al lado contrario. Timoteo prefirió dormir una siesta en un rincón.
Los que jugaban en las mesas hicieron una rueda, alrededor del tucumano y yo, como para asegurar que no me fuera sin pagar, si la suerte me cambiaba.
El tucumano se mostraba feliz de perder, porque tenía con qué pagar sin haber sudado la moneda que yo ganaba sudando. Sus amigos se acercaban a secretear frases cortas al oído. Yo jugaba, ganaba, versaba y bebía, Timoteo dormía plácidamente soñando corretear alrededor de la laguna.
Los billetes reposaban en la mesa en el mismo desorden de aquel antro. Disimuladamente tomé mi fajo falso de billetes , ya que en su portada había dos billetes de mil , pero su centro eran recortes de una revista de poetas comunistas que algún amigo revolucionario me había enviado por correo. Lo dejé caer dentro del bolsillo como un salvoconducto a la inmortalidad.
El Tucumano por insistencias de sus amigos (buenos amigos), se retiró del juego; no sin antes abrazarme y advertirme que nos volveríamos a ver.
En voz alta ordené sándwiches vegetarianos para todos, muy pocos aceptaron; me acerqué al barman y le pedí la excepción para Timoteo: dos milanesas. Ya estaba entrando la madrugada y fueron saliendo todos los jugadores del lugar. El dinero permanecía en la mesa aún sin recoger.
Apareció con grandes ojeras mi anterior compañero de juego, se sentó en la mesa… —bueno,— no propiamente en la mesa; en una silla frente a la mesa— donde yo comía un sándwich de morrones y cebolla.
me dijo, mirando el desorden de billetes sobre la mesa
—!Te fue bien!.
—!mmjú¡, respondí mientras masticaba.
—¿y al perro? Preguntó con aire de gracia.
—bien…bien, tengo que irme porque debe tener ganas de mear. Le dije temiendo que me invitara a jugar nuevamente con sus par de dados trucados.