Cuento corto: Estefanía

Estefanía.

Porque los labios de la extraña destilan miel, y su lengua es más suave que el aceite; pero al final es amarga como el ajenjo, aguda como espada de dos filos. Sus pies descienden a la muerte, sus pasos sólo logran el Seol.
Proverbios 5: 3-5

Les agradezco su atención que, aunque no la merezca, la valoro muchísimo. Permítanme presentarme, me llamo Cris García, sí, “Cris”, así me gusta que me llamen, aunque mi documento nacional de identidad diga otra cosa, pero no hablaremos de eso en este momento, pues ya he causado demasiada decepción a mi familia como para agregarle un asunto más a su haber. Mis padres, religiosos ortodoxos, me han inculcado desde pequeña los deberes de un buen cristiano católico apostólico romano; siempre hablábamos de los diez mandamientos, de los pecados capitales, del cielo y el infierno, de la ira de Dios. ¡Oh, santo y justificado poder divino que arremetes contra el pecado y la desobediencia del hombre! He llegado al colmo de la perversión, y aunque no puedo explicar cómo, sé que he cometido un horrendo crimen del que ni siquiera me creía capaz. Sé que, si me arrepiento, tendré Su misericordia, pero ¿acaso puede alguien arrepentirse de algo que no sabe cómo lo hizo? Permítanme relatarles el suceso de eventos que me llevaron a la tragedia, al más espantoso acto de codicia y depravación que puede alcanzar el ser humano. Mientras atravieso el oscuro túnel de la memoria, me gustaría que entendieran que fui presa de las circunstancias, que la serie de acontecimientos me sobrepasaron. Me gustaría que comprendieran que fui esclava de las opresiones familiares, los mandatos religiosos y los estereotipos culturales de mi género; no pude controlar mis más bajos impulsos. Me gustaría que sintieran empatía por esta humilde sierva del Señor, y que, si alguna vez estuvieron en mi lugar y cayeron en la tentación, cualquier tentación de lo prohibido, puedan sentir mi sufrimiento actual.

“Prohibido.” ¡Ah, esa palabra! Esa bendita palabra; nueve letras inventadas por la mano de algún humano resentido, hipócritamente aferrado a las más ancestrales creencias impregnadas de divinidad y aberración; cuatro sílabas que evocan pecado, inmoralidad, codicia, lujuria y el mayor de los éxtasis; encierra una promesa de castigo celestial de la que no puedes escapar.

Cada día que pasa pienso en lo que hice, en cómo una vida puede ser tan frágil, tan accesible, tan diminuta en tus manos. Libre albedrío lo llaman, yo lo llamo poder porque está en tus manos, en tus insignificantes, miserables y mortales manos; lo tienes todo, a la vez no tienes nada.

Aún tengo lagunas mentales sobre lo que ocurrió ese día. ¿Lo viví realmente o fue todo un sueño?

Les pido que por favor no se aferren a lo morboso de la historia, no se detengan en los detalles sangrientos de la fatalidad, sean capaces de ver más allá de los elementos fácticos del relato, que sus creencias y leyes no les nuble la razón, abran sus mentes y, sobre todo, abran su corazón.

En un mundo ideal, yo le habría expresado todo mi amor a ella: a Estefanía; y quizás, si hubiese sido correspondido, habríamos vivido nuestro amor libremente, despojado de prejuicios destructores, de susurros llenos de malicia, de miradas indiscretas que castigan. En un mundo ideal, ella habría sido mía y yo habría sido suya. Pero, en el mundo real ella fue mi desvelo, mi obsesión, mi almohada húmeda, la cuarta copa de vino que le dedicaba para olvidarme de ella unos instantes, mi canción preferida sonando mientras me duchaba. Ella fue mi perdición y mi castigo: mi castigo celestial.

Conocí a Estefanía el 15 de marzo. Iniciaba el tercer año en la Facultad de Ciencias Sociales y Políticas de la UNNE, en la ciudad nacional del chamamé, con la flagrante idea de convertirme en una prestigiosa politóloga. Como era costumbre me senté en la penúltima fila, cerca de la puerta. A lo mejor fue mi instinto de supervivencia hablando de nuevo y diciéndome que debía estar alerta en caso de tener que salir corriendo, y aunque aquella vez sí debí haber huido, me quedé a contemplar mi fatal destino. Fue cuando la vi entrar, despampanante, luciendo un cabello que mecía de un lado a otro rozándole la cintura, siendo la envidia de la noche, con un vestido que marcaba su esbelta figura de bailarina. Se sentó a mi lado y, desafiando todas las reglas de este mundo con esos oscuros ojos de felino salvaje, me dirigió la palabra quitándome el aliento.

-¡Hola! Este es el curso del profesor Esteban Baz, ¿verdad? - Y continuó hablando casi atropellando las palabras, sin esperar mi respuesta. - Espero no haberme equivocado. - Luego, me regaló una sonrisa. La más bella sonrisa que vi en mi vida.

Esa enigmática y perfecta sonrisa se quedó impresa en mi retina y transformó mis sucesivos días en un calvario. Me miraba al espejo y no me reconocía. Ese pedazo de aluminio que solía devolverme el reflejo de un rostro iluminado, enmarcado por un sedoso cabello rubio que resaltaba mis celestes pupilas sutilmente embellecidas con maquillaje nude, delineador negro y máscaras para pestañas, ahora me escupía la imagen de un rostro empalidecido, casi cadavérico y ojeroso.

Llevaba ya sesenta noches de insomnio y quinientas tazas de café matutinas que me estaban agujereando el estómago. Yo, que solía ser una joven activa con mil proyectos ocupando la mente, que tenía amigas y salía con chicos, hoy batallaba cada noche contra una avalancha de emociones que me azotaban erizándome la piel y tensando mis músculos, mientras me ahogaba en una sensación de peligro inminente que me secaba la boca. Ese pecado iba a condenarme si mis padres se enteraban, si mis amigas se enteraban, si el mundo se enteraba. No, no lo podían saber. Yo debía volver a ser la que era antes de conocerla, antes de que ella existiera en mi vida. Debía acabar con ese amor, debía acabar con ese sentimiento, antes de que él acabara conmigo, antes de que me matara.

Recuerdo el fatídico día que cambió el rumbo de mi vida. La tarde se extinguió entre las tranquilas aguas del Río Paraná y el cielo despejado. Desde mi balcón observé la luna llena con un vaso de agua y una pastilla para el sueño, en cada mano. Era mi noche número sesenta y uno y había decidido que quería descansar bien.

El reloj marcó las 22 en punto así que me fui a la cama con la ilusión de restablecer mi amistad con la almohada, cerré los ojos y comencé a contar ovejitas. Iba por la cien y pico cuando abrí los ojos y descubrí que estaba en mi salón de clases. Pestañé varias veces desconcertada y miré a mi alrededor: los pupitres, los compañeros, el profesor al frente hablando, todo parecía tan real. Miré mi reloj y marcaba las 11 de la mañana, ya estaba por finalizar la clase. Y así fue. A los pocos minutos, el profesor de Ciencias Políticas se despidió de nosotros y comenzamos a salir todos del salón.

Estaba atravesando el umbral cuando una dulce voz me detuvo.

-Cris, esperá. - Era Estefanía, y continuó hablando - Quería preguntarte si querés que hagamos juntas la tarea que nos dio el profesor.

-Está bien, no tengo compañera de estudios. -

¿Por qué demonios dije eso?

-¡Perfecto! Almorcemos juntas y ahora a la siesta la hacemos, así tenemos libre el fin de semana.

-Ok, me parece muy buena idea. ¿En tu depa o en el mío? Yo vivo cerca de la costanera.

-Uhh, re lejos. No, mejor en el mío. Vivo acá enfrente.

-Ok. Vamos. ¿Qué comemos?

Al llegar a su monoambiente, me sentí un poco extraña porque claramente no tenía las mismas comodidades que el mío. Contaba solamente con una cama de una plaza ubicada a la izquierda, sin cobertor, solo las sábanas; una mesa y dos sillas ubicadas a la derecha, y la cocina, también muy precaria, ubicada al fondo, con el bañito enfrente. Estefanía sacó de su heladera un pedazo de carne, luego tomó una tablita de madera que estaba apoyada sobre la mesada, un cuchillo grande y comenzó a cortar la carne en trocitos. Me indicó donde tenía las papas, así que busqué dos papas grandes y comencé a pelarlas, luego las corté en pedacitos también. Acabado de cortar todo, Estefanía volcó todo en una olla junto con un cubito de caldo de verduras y un poco de agua, y encendió la hornalla. Nos sentamos a esperar que estuviera la comida, y charla va, charla viene, comenzamos a hacernos amigas.

A medida que pasaba el tiempo, más me enamoraba de ella. Iba creciendo en mi interior un enorme e incontrolable sentimiento que se cocía a fuego lento como esa carne en la olla. Yo era consciente de lo que me estaba sucediendo, mas no conocía las intenciones de Estefanía. Por momentos me confundía. Me hablaba normal, pero me miraba como pantera a su presa. Teníamos conversaciones triviales, pero dejaba su mano apoyada en mi muslo mientras no me apartaba la mirada. ¿Acaso jugaba conmigo? Si aquello era un juego, era uno muy perverso y cruel. No me agradaba, pero me atraía. Definitivamente ella era un imán para las perversiones, una droga para mi existir. Ella era el demonio mismo.

Sumergida en esa nube de ensueño, me despabiló la olla que comenzó a crujir anunciando que se estaba secando en su interior. Fue la excusa perfecta para levantarme y romper la electrizante atmósfera. Una vez al lado de la hornalla, cargué un vaso con agua, el cual arrojé a la olla. Estaba a punto de tomar la cuchara que estaba sobre la mesada cuando Estefanía me sorprendió por detrás, me tomó del brazo, me giró y me estampilló un beso en los labios.

Sesenta y uno el número de noches que llevaba deseando aquel momento; sesenta y uno el número de tormentos que me azotaron cual mártir de mi condición; sesenta y uno el número de fantasmas que crecieron dentro mío creando a este monstruo que soy hoy. Como acto reflejo de aquel accionar impensado de parte de Estefanía, tomé lo primero que manoteé de la mesada y se lo clavé en las costillas. Estefanía abrió grande sus ojos y se llevó la mano a su costado derecho, de donde brotaba a borbotones sangre espesa. Segundos después, cayó sin vida al suelo. Miré mi mano izquierda y vi que portaba el cuchillo grande con el que antes habíamos cortado la carne que iba a ser nuestro almuerzo y que ahora estaba cubierto de la sangre de Estefanía. Lo lavé con lavandina, apagué la olla y me senté unos segundos a pensar.

Al fin, irrumpió en mis sueños la bocina de algún coche a punto de colisionar con otro vehículo. Me tranquilicé al mirar a mi alrededor y ver que estaba acostada en mi cama, que todo había sido una horrible pesadilla. Sacudí con fuerza mi cabeza con la intención de quitarme los rezagos de aquel loco sueño de mi mente, y me volví a dormir.

Al otro día, me desperté mucho más relajada, por fin había dormido bien tras sesenta y una noches de insomnio. Me desperecé en mi cama. Miré el reloj y eran las 9 en punto, estaba atrasada, así que me cambié a toda prisa, sin desayunar. Estaba recogiendo mis útiles para irme cuando de repente me asustó el timbre de casa. Abrí la puerta y del otro lado me encontré con tres oficiales de policía con cara de pocos amigos.

  • ¿Es usted Cristina García? - Preguntó la única oficial mujer del equipo.

  • Sí, soy yo. ¿Qué necesitan?

  • Señorita García, dese la vuelta. - Comenzó a decir la oficial mientras me daba vuelta contra la pared para ponerme las esposas. - Queda usted arrestada por ser la presunta autora del homicidio de Estefanía López, tiene derecho a nombrar un abogado de su confianza, si no tiene, el Estado le proveerá de un Defensor Oficial…

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Qué bueno! Los cuentos pasan a veces desapercibidos en Poémame -nos hemos acostumbrado en Internet a las lecturas rápidas y al chute de dopamina.

Pero has conseguido que me metiera en el relato y me sorprendiera el final.

Bravo!

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Muchas gracias por la devolución y me alegra que te haya gustado :hugs:

¡Sorprendente! Me ha dejado con ganas de más y con muchas preguntas. Me encanta ese tipo de historias, que te dejan pensando.

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Que halago! Gracias! :blush:

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