En la casa de pueblo de mi ayer
siento que se abre el día
como un rumor de pájaros
aleteando en la cornisa
donde la luz se refleja tímida,
refrescando mí sangre
y todos mis sentidos.
Las nubes juguetean en lo alto
con formas etéreas algodonales
y el aire limpio y fresco
me acerca a la infancia,
como una fruta partida
recién caída del manzano.
Me veo a horcajadas, sentada,
sobre la leña recién cortada,
con la felicidad de la inconsciencia
y la inconsciente naturalidad
de la inocencia.
Persiguiendo lagartijas,
devorando pipas en el parque,
sintiendo el olor agrio del sudor juvenil
y los pies sobre la hierba descalzos,
descubriendo la vinculación
a la cálida madre tierra,
materna conexión ancestral
que ingenuos descubrimos
y luego olvidamos negligentes,
buscando inconscientes
los brillos de la insaciable ciudad
que todo lo atrapa y todo lo engulle
y da forma a otro día y otra noche
sucedáneo de la verdad,
en la otra realidad que creó el universo,
mucho más cruel e intransigente.
Hoy tengo la certeza
que en mi casa de ayer
soy el día, y el viento,
soy luz viviente
con los cinco sentidos.
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