Voy a escribir lo que quiero escribir, me susurré. No podía escapar la voz dentro de mi cabeza, ella siempre estaba ahí, ¿qué tenía que decir?
No siempre importaba, en la forma en que nada realmente importa, porque a veces, nada hace diferencia…
Cinco memorias
Tengo este recuerdo de rocas que caen en cascada, con las olas del mar rompiéndose violentamente sobre ellas. Suenan como cristales quebrados. Yo era una niña, sentada sola en una casa en la playa, escribiendo historias tontas de ficción, y cuando las escribía, ya no me sentía sola. Ahora me pregunto si los escritores son individuos intrínsecamente solitarios, incluso cuando son insoportablemente sociales.
No puedo evitar sentir que vivimos vidas prestadas, vidas destinadas a otras personas, como vehículos prestados, a la espera de su devolución. A menudo me pregunto, ¿cuándo tendré que devolver mi vida? Y cuando lo haga, qué precio pagaré por las horas extras de alegría, el calor, los viajes…
¿Cuándo tendré que devolver mi vida? Una vida destinada a otra mujer, más dulce que el azúcar, de caderas anchas y besos tiernos, una mujer que acaricia los bordes de una muralla blanca, sus dedos sobre una cadena de rosario, una mujer propia. Otra mujer.
Tengo este recuerdo de dar vueltas en un gran espacio verde, cocos del tamaño de casas colgando de los árboles, montañas de tierra y belleza liberada abrazando el cielo.
Sola, giraba y cantaba, sin temerle a nada, sino al miedo mismo, que es el detonante de la mayoría de las decepciones de la vida. Giré, como si no tuviera un nombre o una identidad.
De niños muchas veces no tenemos idea de quiénes somos en el mundo, nada en mi mente se destaca de Carmen, solo mis pies descalzos sobre el pasto, y la inocente idea de que en ese momento yo era absoluta.
Tengo este recuerdo de una mujer rompiendo conchas en la esquina de una acera sin nombre. Observo sus pies sin manicura, un delantal descolorido sobre sus piernas, una sonrisa esperanzada pero triste. Pruebo la sal en la punta de mi lengua y siento el calor sobre mi frente, envolviéndome, como una manta.
Esta mujer evidentemente había pasado por algo. Olí el pescado y miré el caldo espeso, sabiendo completamente que yo también pasaría por algo, como una bandada de pájaros que sabe que en algún momento huirán hacia el sur. Nuestro destino era sobrevivir algo, pero no sabíamos qué era hasta que tragábamos las conchas negras.
Tengo este recuerdo de un hombre montado en bicicleta y gritando una palabra, simplemente, “pan”. Su voz suena ronca a medida que se acerca. El sonido atraviesa mi cuerpo mientras giro la cabeza en múltiples direcciones. Un hombre con la piel que se desgarra como el papel y los huesos que crujen, como la madera vieja en una chimenea. Yo soy una princesa en un castillo, porque vivimos en dos mundos diferentes, y el mío tiene comida en la mesa, cojines suaves en mi sala y flores en mi jardín. Espero al hombre que pide pan a gritos, para ofrecerle una disculpa, o tal vez un asiento en mi mesa. Espero al hombre que pide pan a gritos, a que el sol se asiente sobre las nubes, a ver una bebida fría chorreando por su barbilla, y que la culpa se disipe, una vez más.
Tengo este recuerdo de estar sentada en un banco viejo con vista a una gran laguna, caballos cansados cargando niños sonrientes a sus espaldas, carne en el fuego y una chispa sobre el agua, donde antes había un volcán. Pienso en cómo las cosas son una vez de una forma y luego de otra. Si cerrara los ojos podría estar en el fondo de esa laguna, estirando mis extremidades como algas, bailando livianamente, sabiendo que no había nada en un nombre, y todo en lo que estaba bajo la superficie.