Las casualidades encierran tanto misterio, que descifrarlo es imposible. Más aún, cuando la casualidad se concatena a otra por azar, ocurrida muchos años antes.
Me costó convencer a Julio, pero finalmente accedió a acompañarme a la ciudad. Nunca sale de su casa, dónde se dedica a la reparación de calzados y por su seriedad y buen trabajo tiene gran clientela.
Mi interés en que fuera conmigo de compras era más bien por él, para sacarlo de la rutina de siempre, que respirara otros aires, y entrara en contacto con la realidad habanera, el bullicio, la gente, el tráfico…, en fin, estimular su existencia. Desde que enviudó dos años antes, vivía solo con y para su hija, apoyándola en todos los quehaceres de la casa, para que terminara satisfactoriamente el último año de la carrera de medicina.
Mientras recorríamos las tiendas, le pedí terminara de contarme la historia que meses antes me comenzó; anécdota de su juventud. Consistía en una bella joven del pueblo donde residía, que, obligada a casarse con un francés de buena posición, pero que no le gustaba, la madrugada del propio día de la boda, se le apareció en la casa a las dos de la madrugada pidiéndole le hiciera el amor, pues no quería entregarse virgen a su inminente futuro esposo.
Con lujo de detalles me relató que disfrutaron durante horas de mutua e incontrolable satisfacción, hasta quedar extenuados de tanto sexo. Ella regresó a su casa a dormir la mañana y él, por su parte, durmió hasta el oscurecer. No quiso ir a la boda. A ella asistieron muchos invitados. Los recién casados, del Palacio de los Matrimonios salieron directamente para el aeropuerto a tomar el avión que los conduciría a Francia, donde vivirían. Ya habían transcurrido veinticuatro años de aquel suceso.
Entramos a una cafetería y nos sorprendimos al ver a su hija Raquel, sentada junto a un joven, vestido de blanco. Nos lo presentó como compañero de estudios y pretendiente. Resultó ser buen conversador. Raquelita le dijo a Julio que su futura suegra estaba para el baño y que en breve la conocería.
No pasaron ni tres minutos cuando apareció la madre del joven. Pálida, se apoyó en la mesa cayendo desmadejada sobre la silla. Julio, enmudeció, mirando a ningún lugar con los ojos muy abiertos.
Autor: Pedro Manuel Calzada Ajete (Saltamontes)
2018-11-26