Bajo la sombra del Jacarandá

Siempre se preguntó por cómo funcionaba el amor. Lo cual era curioso para una persona que solo se amaba a si mismo en la práctica: su forma de querer se resumía en trabajar en lo que pudo aprender gracias a su padre y, los viernes o jueves en la tarde, correr tras las faldas de alguna mujer de los bares del centro. Sin embargo, el vacío producto de las noches alicoradas y llenas de pasión, pero que lo dejaban exhausto, le comenzó a abrir una zanja en el pecho.

Alguna vez, caminando en los prados tras de su casa, pudo notar que a la distancia se erguía un Jacarandá de hojas rosa, todas florecidas, y que realizaba un movimiento ligero con sus ramas frontales que asimilaba un llamado. Él, decido hombre de tierras agrestes, considerado y atento a los presagios de la vida, entendió que lo invitaba a que se acostase en sus raices, a descansar, “por algo me estará invitando”, dijo para si.

Una vez puesto bajo sus ramas, miró hacia arriba, y vio de a poco como su rostro se sumergía en una danza de flores, todas caídas hacia él, besándolo suavemente, con la delicadeza propia del viento. Solo le bastó aquel instante de contemplación para entenderlo: supo que el amor se levantaba orgulloso a los cielos, floreciente, como aquel Jacarandá, aún sabiendo que la suerte de sus hojas era desplomarce y morir sobre el suelo.

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