Mi padre conoció a mi madre por culpa de una condición del habla, una curiosa afasia. Esta lo hacía completamente incapaz de distinguir entre vocablos fonéticamente similares y por lo tanto los usaba según le parecía, con resultados siempre desastrosos, a menudo hilarantes, y en alguna ocasión peligrosos.
A pesar de que en su interior lo que él decía tenía sentido completo y diáfano, para los demás era muchas veces un enigma irresoluble. Por ejemplo “malecón” y “maletón” eran términos que podía usar indistintamente ya fuese preparando unas vacaciones o amarrando una barca.
¿Que como conoció a mi madre? Fue en una larga excursión por los Pirineos. Él no era muy aficionado a las caminatas; a decir verdad, las odiaba sin ningún esfuerzo… Pero por aquel entonces salía con una muchacha dulce y complaciente y cuando, dispuesto a dar un paso más, mi padre exclamó con los ojos encendidos: “¡Cansémonos!”, ella no se lo pensó dos veces y compró unos billetes de tren.
Mi padre, al principio confuso, permaneció en silencio. Cuando fue consciente del entuerto, ya no se sentía con fuerzas para deshacerlo. Así que no le quedó más remedio que llenarse los pies de ampollas, dormir en tiendas de campaña frías y húmedas, tomar café recalentado y comer barritas de cereales y otras cosas que ni siquiera sabía que existían; amén de caminar seis horas al día por parajes que quitaban el hipo, pero siempre mirando hacia el suelo con una extraña expresión en el rostro.
Cuando alguien exclamaba “¡oh!”, “¡ah!”, “es idílico”, o "¡qué maravilla!’ y cosas así, él levantaba un poco la cabeza y miraba, sin ver nada, el fabuloso paisaje.
Después sólo afirmaba con la cabeza mirando a su enamorada y decía: “Sí, sí…” intentando aparentar convicción. Temía equivocarse de nuevo, y en vista de la tremenda iniciativa de ella, esta vez acabar vagando entre las pirámides de Egipto o explorando los restos del Titanic con la cabeza dentro de una pecera.
Mi futura madre no estaba entre los integrantes de aquella excursión. La encontraron, sin embargo, merodeando por la espesura salvaje, y he de decir que su aspecto habría infundido el más agudo pavor hasta en los corazones más aguerridos y en las mentes más firmes. Sucia, greñosa, cubierta de harapos y cicatrices, esgrimiendo un largo palo afilado en su mano derecha. Una de aquellas cicatrices, la más feroz, larga y rosada, le cruzaba el rostro desde la sien derecha hasta la parte opuesta de la mandíbula.
Farfullaba algo en una lengua que nadie, excepto mi padre, parecía comprender. El guía estaba paralizado y la mayoría de los intrépidos excursionistas fueron a esconderse tras unas grandes rocas.
Mi padre permaneció de pie, asintiendo con la cabeza, como idiotizado. Interpelado por el guía, que en un alarde de agudeza cacuménica ató cabos y consideró a mi padre un traductor consumado o una eminencia del campo de la linguística, mi padre interpretó los farfulleos de la espantosa aparición, difícilmente femenina, de la siguiente manera:
“¿Sabéis donde se encuentra la parada de metro más próxima?”
El guía se volvió hacia él, y su cara era un poema.
“¿De verdad pregunta eso?”
“Eso creo”, dijo mi padre, muy serio.
“¿En qué lengua habla?” quiso saber entonces el guía, mientras mi salvaje madre bufaba de impaciencia.
Mi padre dijo entonces algo muy raro, algo que tenía las más extrañas y a la vez conmovedoras ramificaciones en su alma y que el atónito guía fue incapaz de comprender:
“Habla en mi idioma”, dijo tratando de contener las lágrimas.
Entonces mi padre alargó el brazo hacia ella, y dijo con toda la dulzura que pudo reunir:
“Ven conmigo, ya estás a salvia”.
Según me contó después mamá, ella dudó un poco y comenzó a acercarse porque pensaba que mi padre le daría algunas hojas de salvia, y estaba hambrienta. Mi padre la apremió diciendo:
“Muy bien… venga, ¿viernes?”
El guía observaba la escena sin poder moverse y de pronto todos cayeron en la cuenta de que había empezado a tener más miedo de mi padre que de la mujer salvaje.
La excursión fue cancelada enseguida. El guía fue recobrando poco a poco la compostura, y aunque no se acercaba mucho ni a la salvaje ni a mi padre, pidió un equipo de rescate y todos fueron evacuados. Solicitó también acompañamiento psicológico para mis progenitores.
Nunca se supo nada más de la novia de mi padre, él asegura que jamás la volvió a ver.
Pasaron varios años hasta que el habla y comportamiento de mi madre pudo ser indistinguible del de cualquier otra mujer del vecindario. La mirada fría y desabrida, sin embargo, no desapareció nunca. Aunque fue en gran medida mermada, principalmente cuando miraba a mi padre. Diría que en esos momentos era sólo una brizna de inseguridad casi indistinguible entre todo el candor que profesaban sus ojos acostumbrados a la crudeza de la naturaleza.
Cuando mi padre, que ya había aprendido la lección, le pidió matrimonio a mi madre tratando de escoger palabras totalmente diferentes a las que había usado con anterioridad, ella por toda respuesta se abalanzó sobre él y lo estrechó con tal fuerza en sus vigorosos brazos que él se puso palidísimo y comenzó a gritar:
“¡Para, para, por pavor te lo pido, mujer!”
La luna de miel fue en París. Una semana de enero húmeda y fría, en la que no paró de caer una lluvia fina con un olor acre y de la que ni mi madre ni mi padre nunca me hablaron. A pesar de mi insistencia, nunca conseguí saber nada más, sólo que llovía.
De cualquier manera, a su retorno, estaban tan estrechamente unidos que el mundo era para ellos un escenario de barro indeleble, y las demás personas monigotes crudos e insulsos que aparecían y desaparecían como por algún maravilloso hechizo y al que ni el uno ni el otro parecían dar la más mínima importancia.
Jamás he encontrado -y creedme, he buscado- ningún hombre que mirase a su mujer de la misma forma que mi padre a su pequeña salvaje, con esa fuerza y cariño entrelazados y esas ganas de más, de no rendirse nunca, de adentrarse en sus ojos y seguir adelante, más adentro, más abajo, hasta llegar al más prohibido y estrecho lugar del alma, y encontrar allí reposo. Después de todo, tal vez sea cierto, eso que solía repetir mi padre, una y otra vez, mientras acariciaba la larga cicatriz del rostro de su tesoro: “Si se puede evitar, entonces no es amor”.
En esa frase jamás se pudo entrometer su afasia, aunque luego lo arreglaba murmurando muy bajito: “Son las nuestras almas hundidas para siempre”.
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Buen fin de semana
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Gracias, igualmente Pippo!
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