En un suburbio del tiempo,
entre largas autopistas y un paisaje yermo
y ausente, vacío de esperanza,
páramo desolado,
se yergue un club de carretera.
La música enhebra la fiebre y el éxtasis,
la acompasada cadencia del hastío y el deseo.
Y la dulce Aldonza sirve, despacio, la copa del olvido
a los escasos clientes,
héroes de la desolación y la ruina,
galeotes de la desidia y el fracaso,
con una sonrisa en sus ojos claros, traslúcidos.
Aldonza rememora soles antiguos,
el rumor de una fuente, la plaza con su iglesia;
ve al jinete que se aleja, silencioso,
hacia la amarga podredumbre de la gloria,
caballero enloquecido, hombre enamorado,
niño en desamparo.
Al rayar el alba, frente al espejo,
ve la mordedura de los siglos,
el polvo del camino,
mientras lee una vez, mil más,
el viejo pergamino,
la carta que otrora, el viejo caballero,
dulzura de perpetuo enamorado, le escribiera.