Ahorro de champú

A los diecisiete años me asaltó una caspa tan crónica que la gente a mi lado llamaba a meteorología para informar que estaba nevando en el trópico. Un buen médico me recomendó entonces el champú de breacina y sin perder tiempo corrí a la farmacia con la receta en la mano. La boticaria sonriente me informó que ese producto estaba en falta, pero como ya le había hecho una montaña de caspa en el mostrador y yo le había caído bien me vendió a sobreprecio dos pomitos de 100 mililitros de champú de brea. Desde la primera lavada de cabeza noté la mejoría y en pocas semanas ya se había acabado el primer pomo. Entonces me impuse ahorrar el segundo. Ya había definido que para hacer una buena espuma en el cabello se necesitaban dos tapitas de pomo rellenas. De pronto el grito de una vecina me paralizó: ¡Paco, ponelmotordelaguaaaa!, y arrastró tanto la „a“ de „agua“ que el eco de sus palabras quedó resonando en el aire. Agua, agua, agua…Entendí entonces que el agua era la solución universal pues casi todo es soluble en agua. Lo sabían los lecheros al mezclar agua con leche, el barman que le pone más hielo al trago, los anfitriones que le echan más agua a la sopa si llegan invitados imprevistos y sobre todo, los que se lavan con agua y jabón para quitar la picazón. Contento tomé el pomito de champú de breacina vacío (los pomos vacíos nunca se botan) y lo puse en el lavamanos al lado del lleno, repartí la cantidad de brea a partes iguales en los dos y los completé con agua del grifo pues ya habían puesto el motor. Eureka, eureka, eureka, grité. Había convertido un pomo de champú en dos y para celebrarlo llené la palangana con agua y me fui a lavar la cabeza al balcón de mi casa. Sólo encontré un pequeño problema que no disminuyó mi felicidad: antes para que hiciera espuma usaba dos tapitas llenas, a partir de entonces tenía que echarme cuatro.

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