En recuerdo de la visita de Juan Ramón Jiménez a Granada, el año 1924
Sé la memoria del agua
que ha quedado entre los mirtos;
la luz de aquellas miradas
y su oculto desafío.
El perfume de las rosas
en ese daguerrotipo
que trasciende la memoria
de esos patios encendidos.
La arquitectura de fuentes
que van tejiendo suspiros
con ese susurro antiguo,
esa cadencia del rito
de sigilosas corrientes
que avanzan a su destino.
Esa música callada,
dulce, esculpe ese latido
que atraviesa las acequias,
que se enreda entre los lirios
y la cintura dormida
de adolescentes altivos.
Ese espacio de las voces
y de los ecos perdidos.
La belleza de la esencia
del poeta y de sus himnos.
Juan Ramón, buscando
el verso, exacto y preciso,
que nombre todas las cosas.
A un lado está Federico,
con sus ojos de agua amarga,
sonriente, escuchando el grito,
soterrado, la corriente
que lo inundará de frío.
Están posando, dichosos
como Dioses infinitos,
ajenos a la desgracia,
disfrutando ese sonido
de agua del Generalife,
con ese perfil alpino,
en una Granada eterna,
tan cerca del precipicio.
Ese agua enterrada, terca,
tan sucia, ha desvanecido
la hermosa fotografía:
mataron a Federico
y a Juan Ramón exiliaron.
Pero ellos aún están vivos,
en ese viejo retrato,
ajenos a todo olvido.