Ese afán de cortejar la melancolía
y seducir las serpientes
con hojas de sándalo.
De emular la perfección
entre la miopía de nuestros espejismos
sorprendidos por lo que esconde la falda
al descorrer los cortineros de la noche
y dejar al descubierto esa perla negra
que despierta el apetito
y condena la contemplación.
Ese afán de confundir los eufemismos
con la poesía que solo habita
entre las frutas maduras
de cortar la oscuridad en siete partes
y no saber qué hacer con las madrugadas
que se resbalan de las manos.
Ese afán de cantarle a las paredes
como los viejos marinos invocarían
a las sirenas ahogadas en sus borracheras
el océano inundando tus mejillas
sobre la cubierta de un navío a la deriva.
Esa adicción insoportable
de creernos los últimos rapsodas
capaces de describir las tormentas
que se revuelven en tu aliento
cuando nada es
y todo resulta insuficiente.