Resulta indignante
recurrir a las tretas del animal acorralado
lavar nuestros pies un jueves santo
refugiarnos en la tarde lluviosa para ocultar
el olor de los cadáveres cambiantes
como si fueran diferentes al fango
o al aliento de las flores podridas.
Enemigos del café demasiado caliente
evitamos hablar de la muerte
por temor a quemarnos la lengua.
Negamos a los ausentes y los convocamos
entregados a los amaneceres donde la luz
se revuelca en silencio con las sombras,
en una confusión en que todo resulta incierto
menos la sencillez de los pétalos
aceptando su fugaz transparencia.
Escuchamos el sonido donde no se encuentra,
temerosos del misterio el trueno cambia de lugar
y la lluvia nos moja un poco más arriba.
El cuerpo no comienza tampoco termina
el niño tropieza con el anciano
muchas veces a la orilla de la sombra
donde se construyen las siluetas engañosas.
La muerte es solo un bumerang que nos lanzamos
suplicantes por una tregua a la carne.
Por eso el tiempo corre ahora más lento
el núcleo de la tierra se detiene
y las chicharras cantan extraviadas
en una divagación de los atardeceres
que se rehúsan a marcharse
sin poder evitarlo
mientras lloramos las despedidas
de aquellos que nunca seremos.