Ciego de tanta extraña lanza,
que quiebra su decisión,
espantado y sombrío,
se sumerge en un mar de cañas de azúcar.
A orillas de un río que debió memorizar,
pasea el unicornio.
No es un río sino un cauce quieto
de cieno, basura y espejismos:
Cuelga una serpiente de la rama de un olivo
y vibra el abdomen de las chicharras,
ruidosas y tiernas, taquicárdicas
y enamoradizas, en la canícula esplendente.
Desgarra, con suavidad,
el tallo tierno de una caña
y observa el capilar minúsculo,
el río de sabia que drena una selva laberíntica
en la que una hormiga da tumbos,
y espera la ocasión de pacer en un regazo
femenino, como cuentan las historias
y está escrito en su memoria.
