Ella cayó en la altura, devenida,
proliferando de una pena y un dolor.
Entrando en una cueva sumergida,
conoció a un edomita alicaído,
igual a ella, sumergido,
en las aguas.
Junto a él, la inscripción serena a sus pies,
un grifo de palabras invertidas,
refractadas en el agua cristalina,
versaba de un sentido, a la razón.
De que aquello, fruto del azar,
se había incrustado en el alma, profundamente.
Y un alma era el señuelo de un corazón,
que en el mediterráneo, cantaba,
solitario y perdido bajo el agua helada,
y la sombra abismada, del silencio.
Ella se sentó junto a él, y lo vio a los ojos,
una fogata se había avivado en el pecho,
y su flama silvestre, lo había alcanzado,
y dominado por completo.
"Cuán ardiente ha de ser el fuego que arde sumergido!
las espadas de una fragua helada en la oscuridad,
y cuyo filo, alcanza a cualquier impío de su forja,
hacia el obseso del tiempo, un amasijo de temores.
Y baila consigo misma en las planas llanuras del olvido,
y entonces, se alza con la semblanza de un cazador,
y recorre en busca de su presa, la extensión del infinito,
para atrapar su sabiduría y dispensarla, con crueldad.
¿Eres tú, quien comparte conmigo,
la pasión por lo desconocido?
Y es experta en el objeto de su obsesión,
y es obsesa con la euforia,
de la victoria y la perfección?"