Todos los días,
cuando el sol regala el último suspiro,
llega a mi casa
con el sigilo imprudente
de una ciudad moribunda.
Hija de la oscuridad y el silencio,
apenas me concede tiempo para degustar
el vino descorchado en su honor
y acurrucarme entre sus brazos esotéricos.
Apenas me dirige palabras pétreas
que responden sin yo haber preguntado,
que preguntan obviando mi respuesta
y solo persiguen la lujuria de lo efímero
para acabar con mi vigilia tras los muros
de un laberinto con forma de alcoba
en la patria insomne de la madrugada.
Allí espera pacientemente
sobre el sórdido vacío de sábanas voraces
que abrazan la orografía
de mi cuerpo y de unos ojos hostiles
con el compás asimétrico del parpadeo.
Es entonces cuando
desnuda mis desvelos en mitad de una realidad
saboteada por sueños desertores,
súbditos de una voz aromática
y de rituales de seducción iracunda
en los confines de mi dormitorio.
Y se compadece de mis súplicas
por una tregua hasta el amanecer.
Y araña en la ponzoña oculta en mí
para hacer inmenso lo que mañana
será minúsculo.
Es entonces cuando
me hace descender a un averno hiperbólico,
donde las angustias fluyen
hasta una trombosis de pensamientos
que pronto serán polvo
escondido bajo un grano de arena.
Como a un torturado tras su discurso delator,
extenuado pero sin ser consciente del indulto,
me abandona a mi suerte.
Todos los días,
cuando el sol regala el primer suspiro,
se va de mi casa,
saciada por su sádico frenesí,
buscando otra luz encendida en mitad del tiempo.
Lector, quizás sea la tuya,
o tal vez la mía una vez más.
