Te venero entre las sales del mar,
te honro bajo el temblor de las estrellas,
te reverencio,
y te aclamo,
cuando desemboca mi saliva en otros ríos.
Le rezo al hielo de tus brazos,
que me quema las vísceras
y me encadena con el castigo
que tus ojos imponen a mis perlas
llorosas.
Te amo en el sortilegio del recuerdo,
y te odio en el hastío real.
Te siento, y eres,
un cuchillo afilado del que ha brotado,
mi sangre inferior, muerta
por el rechazo
de tu sangre aristócrata.
Te pienso, y eres,
entre todas las cosas,
una soga acaramelada que
ata y reprime a mi
terremoto apasionado.
¿Qué tienes en tu seno,
hombre de Dios y de la Tierra,
punición, suplicio y pesadumbre,
que fuimos dos,
sin ser uno?
Te siento fallecer en mi recuerdo,
vivir en mis expectativas,
morir en mi esperanza
y resucitar en mi memoria.
Que no me busque tu espectro vivo,
ni me llame cuando duerma;
dile a aquella ilusión mentirosa,
que he volado hacia el olvido.