Detrás del velo del placer están sus ojos,
sus fieros ojos de animal sediento. El letargo
no es más que impulso para el degüelle.
Soy su víctima de turno.
Domador domado.
Galo sin poción.
Predador de mitad de la cadena.
El pulso en mi yugular lo marca su jadeo.
El placer dura lo que la memoria
y su carne olvida pronto.
Tras la primera embestida —apenas
escaramuza, lazo para la domesticación—
aún me restan fuerzas.
«Aprovéchala para la huida», dice una voz
sobre mi hombro, y no la escucho.
Me hipnotiza su cuerpo vulnerable, expuesto,
vencido por mis pocas artes de prestidigitador.
Me hipnotizan sus ojos de párpados caídos
su lento retorno de entre las nieblas
del éxtasis.
Cuando se recupere, ahí estará su hambre.
Su mirada de Casandra guarda todos mis caminos.
Mi tiempo está en sus manos.
Y está indefenso, como toda presa.