Retrato de un rey solitario

Sentémonos en las escaleras
de un jardín
que una vez fue feliz
en todas las estaciones
y horas del año
y preguntemos
al tiempo
o a las hojas que caen
cuando dejaron de serlo,
cuando el ponche
pasó a ser ocasional
en verano
o cuándo las cosas
comenzaron
a torcernos;
mi memoria
es más inteligente
que las emociones
que rigen mi nostalgia.

Vayamos a la cocina
y juguemos con las sillas,
agota las pilas del radiocassette
y dispárame a quemarropa
cuando gane
sin buscarlo;
todo permanece
allí donde lo dejaste
pero sigue cambiando
hasta ser aquello
que no soy capaz de reconocer.

Vayamos al piso
que siempre confundía
con un segundo hogar
y busquemos el rencor
acumulado
en los rincones
imposibles de barrer,
quitemos el color
de las paredes
si los caleidoscopios
no significan
libertad para ti;
siempre pudiste ver
el arcoiris a través
de mis ojos,
aunque los tuyos
estuviesen nublados
por la negación
de la lluvia y el sol
conviviendo
en el mismo plano.

Miremos a través
de la ventana indiscreta
del salón,
esa que ha visto
crecer a tu ego
como los niños
que nunca saltaron en tu sofá,
esa que ha sido escenario
de obras de teatro
con mayor hipocresía
que creer que las marionetas
tenían vida,
esa que ha iluminado
historias
que nunca acabaron bien
y vals que parecen
ensayados
en un suelo que siempre
bailó en soledades;
no puedo ser
tu enemiga
si me compadezco
de los vinilos gastados
y las colecciones
pasadas de moda
que han repetido
cada noche,
como un concierto
privado en tu sillón
que nadie más
escucha.

Eres el alma
de tu casa,
tan azul y marrón
como el desorden
de la habitación
que solía tener siete vidas
y una diana
donde matar el tiempo
o hacer vudú
a los álbumes
de fotos;
la atmósfera es violeta,
como el ambientador
o la colcha de la cama
que me ha visto
dormir
después de una sobredosis
de cine y videojuegos,
como la Reina de Corazones
que se aburrió de Alicia
y las Maravillas
de un mundo
que no merece.

A veces quiero llorar
al pensar
que no volveré a cruzar
tu puerta,
a emocionarme
por salir de madrugada
en Nochevieja
o en los sábados de sobremesa
y los domingos de sobras,
en las tardes de diciembre
impares
y las vacaciones
en mares más grandes
que mis pasos;
tras el truco y trato
y los regalices,
tras los refrescos
y las pizzas de microondas,
tras las luces
conectadas a la radio
y el ordenador
que no funcionaba
de vez en cuando.

Algo me susurra
a las espaldas:
la indiferencia
de no sentir,
y me asusta sus toques
en los hombros
y como ha hecho
de mí
un huésped donde vivir,
como un virus
que ramifica en las venas;
no soy capaz
de ver
el monstruo
que todos ven.

Algo me susurra
a las espaldas:
una voz
que no es la mía
y hace de mi autoestima
la montaña rusa
más cara
de mi existencia,
las promesas
que celebran aniversarios
de incumplimiento,
los momentos
que hablan en idiomas
diferentes
y de universos distintos,
las palabras
consumidas en veneno
y no saliva
que apoyan
a otras tropas
y destruyen mi Troya,
la incomprensión del alcohol
y una historia
que no puedo versar
por sufrimiento
y falta de espacio;
aún no soy
capaz de ver
el monstruo
que todos ven,
quizá sea ingenua
o quiera lamerme
las heridas.

Esperas que alguien
te pida clemencia
de rodillas
ante la silueta
del rey sin corona,
autoproclamado
y sin democracia
que ves en el reflejo
de tu soledad;
es injusto
como
exiges lo único
que te he dado
sin reproches
o miradas de alta cuna,
no tienes derecho
a mirarme
por encima del hombro.

Me debes la clemencia
que los años
ha borrado
de mi cuenta bancaria,
el tiempo es amor
con precio y etiqueta,
pero no soy materialista.

Puedes ahogarte
en mi paz
y en los abrazos
que intentaré no romper
para recomponer
lo que una vez
te hizo humano,
quizá dejes sentirte
tan solo
y las tragedias
dejen tus sueños tranquilos;
traigo un amor
más grande que el universo
y mereces
aquel que no pudiste darte.

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