Ayer, mientras el otoño secaba las hojas, me enteré de que el príncipe consorte ya no estará más entre nosotros; jugando cartas, tomando té, levantando levemente la barbilla y haciendo la pose inglesa, para devolvernos a los comunes al llano.
La reina no ha sabido decirnos si está muerto o está muerto, o si ya no es útil para los fines de la casa que ella regenta, desde que no hubo nadie más que lo pudiera hacer.
Todos los hijos y nietos lamentarán esta mañana su ausencia, y luego, como quien despierta al atardecer de un nuevo año, seguirán sufriendo su suerte, con poses y movimientos pautados, gestos con suma discreción, y visitas a lugares ignotos; los que impone el protocolo, llevando una vida pública, sin resquicios ni rincones. Condenados a ser figuritas del álbum dorado que guardamos en bibliotecas y pálidos museos.
Ahora el pobre príncipe redescubre su mortalidad y marcha en silencio a su extinción definitiva, y aunque sigue vivo por el milagro que la ciencia dorada puede realizar, igual lo extrañaremos, porque nos recuerda lo que no somos y somos: humanos sobreviviendo en un mundo de ridículas fantasías, lejos del universo, lejos de la verdad.