¿A las cuántas decepciones es que ya se desea la muerte?
¿A cuántos órganos caducos hay que rendirse
y espolvorear por los aires el pellejo
de arena?
¿Cuál es la mínima sangre para apagar el corazón,
para dar por perdido todo
y abandonar por inanición el esqueleto?
¿A cuánta elongación se rompe el grito de la vida,
los resortes de la cordura?
Viene siendo hora de desatar naves y aves,
destrabar las pocas manos entrelazadas,
recargar en la esquina el último pasajero,
arrastrando su perturbada maleta,
sonaja de ambiciones rotas.
A estas alturas
el camino está minado de precipicios
y seguro habrá adioses inconfesos,
sin tiempo para santos óleos.
Hay cuchillos cortando pensamientos,
heridos de olvido.
Lápices de cabeza
borran implacables
toda letra en los renglones de tiempo.
Sin el gendarme de la esperanza,
los minutos son hileras de termitas,
saqueando cada molécula del cuerpo,
cortando con afiladas pinzas cada retoño de futuro.
Por si no alcanzo a decir adiós
quiero dejar perdones anticipados,
bitácora de abrazos,
baúl de besos por herencia.
Perdones por lo que no alcancé a enmendar,
ofensas que no pude reivindicar,
omisiones que no atiné encontrar.
Si a mis hijos no pude estrechar
en algún fatal minuto intempestivo,
estas palabras sean pues ese abrazo,
el beso en la frente,
la unción verbal,
fuerza para sus horas aciagas.
Para no morir intestado
hay que poner en regla despedidas,
notariar inconclusiones,
recuerdos felices con amigos,
agradecer páginas a amores entrañables.
¡Ah, cuánto amé y fui amado!
En ralos poemas queda testimonio
de aquello que nunca dijimos,
lo que lastima y entristece,
temores, derrotas y glorias que nadie supo,
lo que nunca tuvimos,
inventario de percepciones nimias,
anticuario de ratos felices.
¡Cuán dichoso nos ha hecho el mundo!
¡Cuánta paz
-tan necesaria-
puede dar un buen adiós!