Era un recorrido en bus por el sureste mexicano, con paradas en las zonas arqueológicas y de bellezas naturales donde extranjeros muertos de frío en su lugar de origen, buscaban la calidez del trópico, escapaban a esta región ávidos de matar su rutina a flashazos.
Yo era solo un silencioso acompañante que devoraba kilómetros y mandarinas sentado plácidamente junto a su guía.
Fuimos hasta donde el miedo peleó con la selva, levantó murallas y la fe erigió iglesias de piedra, las mismas piedras sobre las cuales lajas labradas de obsidiana abrieron el pecho de doncellas para ofrendar su corazón a endiosados elementos.
Recorrimos comunidades rurales donde, para los turistas ávidos de encuadres exóticos, la pobreza es un souvenir, con escenografía artesanal. Allí, esquivos y recelosos, todavía la ingenuidad de nuestros indígenas piensan que una fotografía les roba el alma.
Pero les regalan sonrisas francas, sin pose, sin maquillaje. Regalar sonrisas no empobrece, al contrario.
En su territorio sagrado pisamos sobre las mismas huellas del jaguar y el ocelote. En la espesura oímos el berrido del venado.
Nos guarecimos bajo el árbol divino de la cosmogonía maya, la frondosa ceiba que conecta el cielo con el inframundo.
En Chichén Itzá escuchamos rebotar el dardo de sonido desde la cerbatana en la boca de piedra de la pirámide de Kukulkán. Desde su pulmón de roca, el Quetzal entonaba cantos de amor y muerte.
¿Cómo fotografiar olores y sabores? ¿Cómo fotografiar el alma?
¿Cómo llevarse un pedazo de selva en los ojos y pulmones, la algarabía de una plaza en el pecho?
Como quisiera captar el paisajismo de las emociones y sentimientos, traer esa exposición itinerante, compartir esa galería de espejos a pecho abierto, para que todos entren a reconocerse, para admirar el arte de su propia alegría o tristeza.
¿Cómo fotografiar la esencia de cada cosa sin la cámara de la poesía?