Yo no sé por qué tuve que pasar por esa calle empedrada, estacionarme en la banqueta y tocar la puerta hacia sus ojos. -Las avenidas son una trampa- me decía, mientras me abría la puerta. A mí me gustaba decirle perro, aunque no era dismórfico o tuviera las características de uno, sin embargo, su alma pertenecía a la de un perro callejero. Ahora lo pienso y debe ser porque mordía y lamía el alma como uno. Me pregunto ¿qué es lo que hace ahora? Le gustaba deambular por las calles sin necesidad de coche, seguramente un día de estos me lo topo.
Algunas veces me exorcizo la cabeza de recuerdos y no te pienso. A el perro le gustaba esconderse tras moteles, yo pensaba muchas veces que había que hacer letra de esos días; no todos eran iguales, algunos nos ceñían el cuerpo con sombras de ciudad que se apresuraban por la rendija de la ventana descubierta; y el humo verde que salía de nuestras bocas nos hacía figuras en lo alto. Yo paraba de momento, aunque tuviera tu herencia en las cavidades de la mía, y no era por hacerlo placentero, más bien era por ahuyentar ese momento que acechaba en tus espaldas, escondido tras tus brazos, fingiendo recordarnos.
A mí me gustaba pretenderme importante parada tras la ventana, desnuda hasta los huesos, con un hiato de tu aroma recorriéndome la espalda y con un cigarro que sabía a sudor y besos; y tú siempre criticabas las cortinas, a ti no te gustaban las cortinas, o quizás sí, pero te aferrabas a esa negación inútil y placentera que te causaba la discrepancia; afirmabas con un repudio embustero que la gente, y no las cortinas, debían ser testigos de los cuerpos que en esos cuartos se forjaban; pero a mí siempre me gustaron, no tenían que ser de otra manera, ni de otro color, ni otra textura, debían ser como ya eran; color sangre terciopelo. Seguramente en el silencio de ese cuarto, mirando el espejo que nos aplastaba la cabeza, pensamos muchas veces que así debía avanzar el tiempo, silencioso y maquiavélico, sin planes ni cordura. Yo creo que ese día pensamos en simbiosis.
Perro callejero, perro solitario todo eso eras en un cuerpo que no te limitaba. -No había que enamorarse- fue lo segundo que dijiste, pero ya era tarde Eros me había arrebatado el acuerdo de la boca. Me pregunto ¿Qué estarás haciendo ahora? seguramente mordiendo otras almas y lamiendo sus heridas o recitando sobre vientres a mujeres que te escuchan. Me dejaste esa mala costumbre de caminar a solas en lo oscuro de la calle, decías que era vital, puesto que era la única manera de no sembrar recuerdos en la razón de las personas, aún sigo pensando que debiste caminar solo ese día.
Perro después de todo no tenías correa, a ti no había manera de tenerte y tampoco lo quería, solo me quedo el recuerdo de esa calle empedrada y el grato arrepentimiento de tocar la puerta que me dio paso a tu manera.