Palabras sin voz

Los textos banales. La cotidianidad. Aquellos que sus profesores de literatura en el instituto comentaban con un entusiasmo nada contagioso. La descripción pormenorizada de la mujer amada, los sitios abandonados, los Campos de Castilla o las narices superlativas. Lecturas que no eran épicas, que estábamos seguros de que nunca nos podrían cambiar, viejos que miraban al mar sin la esperanza de encontrar una isla del tesoro, santos inocentes que nunca visitarían nuevos planetas o amantes rudos como el de Lady Chatterley.

De niño supongo que muchos querían ser como D’Artagnan. Lo cierto es que yo prefería la profunda melancolía de Athos. Soñaba con enamorarme de una mujer como Milady de Winter, y lo hice: de sus encantos y de sus oscuras artimañas. Leí su historia tumbado en la cama, despreciando el sueño, buscando desesperadamente una nueva línea, batiendo mi récord de páginas.

El blanco y negro de La Ley de la Calle me aburría tanto como la voz melosa de Mickey Rourke. En Rebeldes había un rescate, una gran pelea donde se diluían la decepción y las aspiraciones de los protagonistas. Había realismo, sí, pero se disfrazaba de grandilocuencia, como también lo disfrazaba Monseñor Escrivá de Balaguer* en El Camino, sean sinceros, no nieguen que estas líneas animarían a cualquiera a entregar su vida a Dios: “Voluntad. —Es una característica muy importante. No desprecies las cosas pequeñas, porque en el continuo ejercicio de negar y negarte en esas cosas —que nunca son futilidades, ni naderías— fortalecerás, virilizarás, con la gracia de Dios, tu voluntad, para ser muy señor de ti mismo, en primer lugar. Y, después, guía, jefe, ¡caudillo!.., que obligues, que empujes, que arrastres, con tu ejemplo y con tu palabra y con tu ciencia y con tu imperio”.

Monseñor habla de despreciar la cotidianidad, los pequeños placeres, buscar la trascendencia, abrazar la fantasía con la misma determinación con la que lo hacíamos cuando éramos niños. Siempre hemos despreciado el realismo, con la misma intensidad con la que odiamos nuestras limitaciones, porque creemos que la vida no debería ser una repetición en plano fijo. Los enamorados deben serlo hasta la muerte, como Romeo y Julieta, como Athos y Milady, teñidos en tragedia.

Insistimos en que el amor es la fuerza irrefrenable que mueve el mundo, pero no se engañen, eso no nos convence, porque muchas veces nuestras decisiones dicen lo contrario, y dejarse llevar por una pasión incontrolada suele ser una buena excusa para arruinarnos la vida. En el cine americano siempre pasan cosas, en los funerales siempre hay alguien que da un discurso exhortando a los asistentes a derramar ríos de lágrimas o alguien que les recuerda que siguen vivos y que han de vivir la vida con gran intensidad, como contagiados por un hechizo de locura, otra fuerza irrefrenable que les lleva a adquirir incluso responsabilidades penales.

Por eso solemos despreciar a los realistas. No nos sumergimos en las páginas de un libro ni entramos en una sala de cine para ver lo mismo que vemos todos los días. Un funeral en que pocos lloran en silencio y muchos conversan acerca de cosas cotidianas, en el que vuelven a casa pensando en la jornada laboral del día siguiente, en los sueños que el difunto ya no podría realizar o en mejorar su dieta porque él era muy joven para que le diera un infarto. Permítanme decirlo de manera clara: No mola en absoluto.

Sin embargo, acabamos llegando un punto en que nos damos cuenta de las cosas a las que damos verdadero valor. Y aunque a veces se salgan de la rutina otras están perfectamente insertadas en ella.

Cuando visitamos a tu abuela en el hospital, aquel sitio no era gran cosa, una habitación sin ventanas y mínima luz artificial. Le había dado una embolia, no estaba para darnos discursos acerca de lo fugaz que es la vida, ni para revelarnos ningún terrible secreto. Sólo se expresaba con la mirada, pude ver en sus ojos incomprensión y el miedo al final trágico para el que nunca estamos preparados. Y tú no le soltaste ningún discurso, ni le dijiste cuanto le querías, sólo le acariciaste con suavidad, le sonreíste y le arropaste. No te tumbaste junto a ella, no derramaste toda tu sal en su almohada. Sólo le hablabas con una dulzura que no necesitaba ser acompañada de ninguna música que la resaltara.

Y cuando le temblaba el labio te diste la vuelta o con tus ojos húmedos y una voz menos decidida me preguntaste: “No se morirá ahora, ¿no?” y yo sentí la fragilidad de siglos y siglos de literatura.

Y supe que nunca más me querría separar de ti.

Después volvimos al coche. En el camino hablamos de cosas triviales. Preparamos la cena y vimos algo en la televisión para despejarnos un poco. Nunca hablamos de ese momento, no es una anécdota que nos venga a la cabeza para compartir con las visitas. Y no es que sea desagradable, no es que no sea especial o trascendente. Es simplemente que, a pesar de su importancia, nunca hemos creído que sea una historia que vaya a enganchar a nuestro público.

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