Oigo todos los planetas silbando,
a todas las maracas del firmamento,
los flamazos del sol.
La tierra rechina en su noria.
Guitarra nocturna, la luna afina magnéticas cuerdas en diapasón invisible.
Oigo todos los cuerpos friccionándose,
todas las gargantas ultrasónicas,
los fuetazos en las playas,
cuerpos vaciándose al aire,
la atmósfera permeando hasta el núcleo de las cosas.
Todo busca o rompe equilibrios.
Ensordecedora colisión de millones de moléculas del río entrando al mar.
Oigo todas las piedras y granos del suelo,
crujiendo de calor,
hinchándose,
apretándose cada día,
vegetales creciendo y descomponiéndose,
al trabajo de células y microorganismos.
Oigo como crece la vida y mastica la muerte.
Corazones latiendo en algarabía,
portazos de penas,
entrando y saliendo alegrías.
Los pensamientos ajenos pasan aleteando sobre la cabeza.
La lujuria, galope de faunos persiguiendo ninfas en el bosque.
El amor truena su reluciente escudo contra flechas enemigas.
Tropel de años acalla gritos de la historia, se la lleva entre las patas.
El odio, insecto que zumba en el espacio,
barrena cabezas y pechos débiles.
La nube ronronea sobre la montaña.
La lluvia arpegiando en hojas y charcos.
Murmullos lejanos de sollozos, risas, palabras
se entreveran y hunden en la arena y agua.
Socava el aire ecos melancólicos atorados en días cavernosos.
Los recuerdos gritan despeñándose en el abismo del olvido.
Gaviotas rasgan el mediodía con la tijera de su sombra.
La luz, pentagrama donde la tarde escribe elegías.
El ocaso, alarido de luces en la garganta del horizonte.
Los pasos patibularios de la sangre marcan el ritmo en la piel frente el redoble de las olas.
Oigo todo eso
porque aquí,
en esta tranquila playa,
muchachita,
quieto y callado,
con la cabeza recargada sobre tu pecho,
oigo los latidos de tu corazón.