No me olvides

Writing Prompt: Un hombre mayor ha estado dejando flores en las tumbas del cementerio cada Sábado. Cuando se prepara para irse fuera de la ciudad para reunirse con sus familiares, le secuestran. Los fantasmas, que no quieren perder a su humano favorito ni están preparados para que se les una, van en su búsqueda.

•••

Era sábado, otra vez. El tiempo parecía pasar demasiado rápido o no pasar en absoluto, hace años que los días son una luz constante de las velas derritiéndose y una noche que no llega pero tampoco se va.

Era sábado, una mañana cualquiera en una vida tan privilegiada que resultaba pretenciosa, la casa a las afueras de Valentine parecía más pequeña y sofocante a sus ojos que las hectáreas de cualquier casa de madera que un pobre trabajador intentaba mantener con una familia de cinco.

Estaba siendo egoísta, él lo sabía. A lo largo de su vida había recorrido cada pueblo, cada ciudad que estuviese al borde del abismo para reconstruirla con sus fábricas, para ser el salvador que todos merecían pero sin recibir oraciones u ofrendas a cambio; no era un dios, nunca le gustó considerarse así, y aunque rezaba no era capaz de creer la versión tan vanidosa que el mundo había formado alrededor de Jesús.

No pretendía ser esa imagen, no debería ser siquiera la persona que ayuda, sino la que recibe ayuda y se ceba de ella sin agradecer, sus padres le habían educado así y le parecía tan vulgar, no quería mirarse en un espejo y despreciar a quién le acompañaría siempre.

Frank venía de una familia rica y había conseguido mantener su fortuna, lo que resultaba un milagro en aquellos años, en 1850. Su padre había sido un hombre de negocios capaz de exprimir y captar cualquier oportunidad, por muy improbable y caótica que fuese; él siempre conseguía triunfar, aunque eso supusiese estar ausente todo el tiempo.
Su madre, en cambio, estaba demasiado presente, pues nunca tuvo inquietudes laborales, culturales o de ocio más allá de criticar a otras ricachonas y asistir a eventos donde el premio era ver quién tenía las perlas más puras. Su madre se aprovechó más de la cuenta, como cualquier mujer con ese estatus social, de los ingresos de su casa a cambio de un hijo y poco amor. Nunca hubo amor.

Frank no quería ser como sus padres, no quería ser un desconocido para sus hijos ni enamorarse de una mujer tan vanidosa de la que sentiría pena por ver su vacío; lo único positivo que heredó fue la mentalidad empresarial de su padre y la fortuna que le dejó y empleó para dar oportunidades a quiénes no tenían. Fue así como comenzó su monopolio de fábricas.

En ese viaje es dónde conoció a Maryland, una mujer con carácter y determinación a pesar de tener la vida en su contra.
Maryland fue de las primeras mujeres que trabajó en sus fábricas, cuando ambos estaban en sus veinte; hacía poco que Frank había comenzado su proyecto, solo había estado en un par de pueblos pequeños y había tenido la suerte de tener éxito, pero aquella era la primera vez que se atrevía a construir en una ciudad y temía no ser bien recibido. Maryland lo cambió todo.

No solo comenzó a trabajar para cuidar de su madre y su hermana tras la marcha inesperada de su padre, sino que nunca se callaba si algo le parecía incorrecto y luchaba por los derechos del resto de compañeros. A Frank le llamó tanto su atrevimiento y sus ideas que no pudo evitar enamorarse de ella, y aunque Maryland se lo puso difícil, ella tampoco pudo evitar enamorarse de un alma tan distinta como la suya.

Se casaron, tuvieron dos hijos y recorrieron todo Estados Unidos levantando fábricas y casas a las que regresar en verano, en cualquier estación o para continuar el seguimiento de su negocio; siempre eran bienvenidos.

Frank se enamoró hasta los huesos de Maryland y no era capaz de vivir sin ella, sabía que cuando faltase él se iría también, algo que no sucedía con Maryland, quién siempre fue más independiente. Por desgracia, el temor de Frank se hizo realidad y tras una inminente enfermedad, Maryland falleció sin remordimiento ni molestia, dejando a Frank sin vida, siendo un mero espectador de su realidad.

Cada día sucedía como cualquier otro, no escuchaba más que ruido, su latido se había dormido y todo parecía un limbo que debía atravesar hasta el fin de sus días, los cuales deseaba que llegasen más temprano.

No volvió a ninguna de las casas y nunca abandonó la de Valentine, donde abrieron su última fábrica juntos y Maryland falleció; ya no las visitaba como hacía antes ni se preocupaba por su mantenimiento, ya nada importaba, excepto los sábados.

Maryland había muerto un sábado y se había enterrado en el cementerio del pueblo, Frank no fue capaz de irse de aquella casa: si moría, debía enterrarse con ella, lo único que les conectaba eran las flores Candy Cane que le dejaba en su tumba.

Uno de los rasgos que más le gustó aprender de Maryland era su obsesión por los bastones de caramelo, era la única gominola que podían comprarle de niña cuando era Navidad y no había regalos; para ella era un símbolo de su infancia, y cuando Frank descubrió que había unas flores similares al caramelo, no pudo evitar pedirlas cada mes para demostrarle que siempre recordaría esos pequeños detalles que la hacía tan especial. Aunque no era la única que recibía flores los sábados.

Frank también encargaba unas flores llamadas “no me olvides” y las dejaba en cuatro tumbas: la de Emily, la de Simone, la de Faith y la de Raylee, las cuatro mujeres que fallecieron en su fábrica de Valentine, la única fábrica que fracasó y cerró.

Sabía que era culpa suya, que no le había importado ignorar el estado de la fábrica ni mejorar la seguridad del lugar; la descuidó tanto que fue cuestión de tiempo que hubiese un incendio y se cobrase cuatro vidas inocentes.
Las ventanas estaban oxidadas, al igual que la maquinaria, y no se abrían, las puertas envejecieron y la estructura también. Cuando todo sucedió, cundió el pánico y todos intentaron salir como pudieron: las salidas se colapsaron y las vigas y el techo no aguantaron demasiado, y aunque la mayoría consiguió escapar, parte de la fábrica colapso y se redujo a cenizas, aplastando los cuerpos de aquellas cuatro mujeres.

Cada sábado pasaba por delante de aquellas tumbas descuidadas y rotas, llenas de musgo y mugre que una vez más le recordaban la diferencia de clases, y les dejaba un ramo de esas flores azules para pedirles perdón y recordarles que no las olvidaba. Que probablemente se cambiaría con ellas con tal de estar con Maryland.

— Voy a estar un tiempo fuera, — dijo Frank — y sé que no tengo derecho a pediros ningún favor, pero allá donde estéis, si la veis: cuidadla hasta que vuelva.

Sus hijos, que vivían desde hace tiempo en Saint Elizabeth, la ciudad natal de Frank a la que habían ido de niños para visitar a sus abuelos, le habían pedido miles de veces que abandonase el pueblo y se fuese con ellos, pero Frank no podía alejarse más de Maryland. Gracias a su insistencia y a que cada vez tenía menos fuerza para replicar, consiguieron convencerle a pasar un par de semanas con ellos.

— La cuidaremos, te lo prometo. — dijo Faith.
— Sabes que no puede oírnos, ¿verdad? — preguntó Raylee.
— Hay que creer, quizá no nos escuché, pero sienta un brisa diferente al otoño y sepa que no está solo.
— ¿No ves que estamos aquí, que no existe un dios? ¿Crees realmente que podemos cambiar el entorno a nuestro antojo?
— ¡Eres una escéptica! — gritó Faith.
— Por favor, no os enfrentéis como siempre. — pidió Emily.
— Las dos tenéis razón, quizá la voluntad de Dios sea dejarnos aquí y cuidar de Maryland y Frank. — dijo Simone.
— ¿Por qué deberíamos cuidar del culpable de nuestra muerte? Hemos dejado nuestros hijos huérfanos, a nuestros maridos desamparados. ¿Qué clase de dios es ese? — preguntó Raylee.
— La clase de dios que sabe que tenemos buen corazón y ha perdonado a Frank porque sabe que está arrepentido, que no ha hecho daño a nadie; perdió al amor de su vida, Raylee. — dijo Faith.
— Y los amores de nuestra vida nos perdieron a nosotras. — dijo Raylee.
— No es necesario que cuidéis de mí, — interrumpió Maryland — he aprendido a vagar por aquí y a esperar eternamente a que Frank regrese. Solo estará fuera un par de días, estaré bien.
— Estaremos contigo, Maryland. — dijo Emily.
— Sé que la primera impresión que Frank os dado no es positiva, pero él sería incapaz de hacer daño a alguien, comenzó este proyecto con el objetivo de ayudar a los demás. No es un ricachón excéntrico, tiene uno de los corazones más puros que jamás he conocido.
— Sabemos que Frank es un buen hombre, fue un accidente, podría haber sucedido en cualquier otro momento; ninguna fábrica es segura, es cuestión de suerte. — le consoló Emily.
— No me lo puedo creer, Emily. Lo siento, Maryland, pero no puedo sentir pena por él. — dijo Raylee.
— ¿Y crees que es mejor regocijarte en el odio? No vamos a volver y no permanecer unidas ni cuidar de Maryland va a hacer que volvamos; perdió su razón de ser y deberías ser capaz de entenderlo porque todos hemos perdido algo aquí. — dijo Simone.
— Entonces no se hable más; estaremos con Maryland hasta que vuelva. — concluyó Emily.

Para cuando todas se pusieron de acuerdo, Frank ya estaba recorriendo el camino de vuelta a la salida. Siempre le acompañaban y Maryland le daba un beso en la mejilla que él notaba como una sensación helada en la piel sin importar la temperatura del día.

Se montaría en su carruaje y se dirigiría a Saint Elizabeth, las cinco mujeres le verían marchar y esperarían, añorando los ramos de flores azules y rojiblancos, pero hubo un cambio de planes cuando a pocos pasos su carruaje fue asaltado por tres bandidos. Uno de ellos mató al conductor, otro se encargó de atar a Frank de pies y manos y otro de conducir.

No podían creer lo que estaban presenciando y no podían permitir que le ocurriese nada, Maryland no podía permitir que sucediese algo espantoso, quería que aprendiese a vivir sin ella, a ser quién había sido siempre y a disfrutar del tiempo que le quedaba. Decidieron seguir el carruaje tan rápido como pudieron.

El carruaje paró, veinte minutos después, en un esqueleto de madera y cenizas, en el fantasma de la antigua fábrica que ahora está en ruinas y se ha convertido en el temor de las historias para no dormir de los niños que pasan por ahí.

El hombre que mató al conductor se bajó, abrió una de las puertas del carruaje y agarró a Frank para llevarle a lo que quedaba del edificio. Le hizo arrodillarse, impasivo, y bajar la cabeza. Iba a ejecutarle.

— ¡Vas a pagar por lo que has hecho! — gritó aquel hombre. — ¿Te suenan los nombres de Emily, Simone, Faith y Raylee? ¿Te divierte dejarles flores, es una forma de reírte de nosotros, de ellas? Eres un hijo de puta.

Montó el arma y presionó mínimamente el gatillo.

— ¡¿Qué haces, Charles?!— preguntó el hombre que lo ató.
— ¡Hacerle pagar por lo que ha hecho, Liam!
— Nosotros no acordamos esto. — dijo el hombre que condujo.
— ¡Cállate, Bruce! ¿Para qué habéis venido entonces? Mató a nuestras mujeres y encima les lleva flores. ¡Se está riendo de nosotros en nuestra puta cara! Merece una muerte peor, agradecer que le ahorre el sufrimiento.
— Yo acepté a darle un susto, amenazarle quizá, atormentarle por lo que había hecho, pero nunca quise matarle. — dijo Bruce.
— Yo vine para asegurarme de que no hacíais ninguna locura, como esta. ¿No te das cuenta de que somos tres, Charles? ¿De que faltan dos? Esto es surrealista, no merece la pena matarle. — dijo Liam.
— ¿Surrealista? ¡¿De qué lado estás?! ¡Tu mujer ha muerto, te ha dejado con tu hija, con la responsabilidad de mantener un hogar, de sobrevivir cada día! Todo por el egocentrismo de este cabrón, ¿te merece la pena defenderlo?
— Puede que no merezca la pena defenderlo, pero tampoco matarlo. Liam tiene razón, el resto no ha querido venir porque lo están superando, porque saben que por más que lo odien no van a volver. ¿Te merece la pena matarle, que te descubran y acabes muerto o en una celda, dejar a tus hijos solos? Mírale, Charles, es un viejo. El tiempo hará el trabajo sucio pronto, déjalo ir.
— ¡Sois unos cobardes! — gritó Charles, al borde de las lágrimas y la desesperación, tenía los ojos inyectados en sangre.
— Dios santo, Charles… No me lo puedo creer. — dijo Faith, aterrorizada. — Ese no es el hombre del que me enamoré.
— Eso demuestra que la religión no te hace mejor ni más santo. — dijo Raylee.
— No es momento para vuestras batallas. — dijo Emily.
— Tu marido no es el que sostiene el arma, Emily. El tuyo ni siquiera está aquí, no son batallas, es que no puedo creer que me enamorase de una persona capaz de hacer esto. Y Raylee, tu marido no es mejor por querer amenazarlo. Nadie está libre de pecado aquí.
— Yo no puedo dejar que Frank muera, tiene que volver a amar, no a alguien más, sino a la vida. A nuestros hijos y a la pasión de ayudar a los demás. No puede irse aún. — dijo Maryland.
— Si no me matáis vosotros, me mataré yo. — interrumpió de pronto Frank.

Se hizo un silencio tan pesado que pareció humanizarse y hacerse tan notable que rompía el ruido que Frank llevaba sintiendo desde hace tanto.

— ¿Perdona? — preguntó sorprendido Charles.
— Entiendo por qué quieres matarme, yo también quiero morir. Fui muy descuidado, dejé de preocuparme por mis empleados y mis fábricas porque apenas podía cuidar de mí, pagaron justos por un sufrimiento que nadie debería conocer.
— ¿A qué te refieres? — preguntó Liam.
— Yo también perdí a mi mujer, de forma repentina, por una enfermedad que empeoró de un día a otro. Mi mundo se paró, dejé de sentir, de comer y de creer que había algo más importante porque ella era lo más importante, mi sustento de vida. Ella se fue y yo me fui con ella, aunque veáis mi cuerpo aquí, este no alberga nada.

Charles bajó el arma, Maryland no paraba de llorar.

— ¿Sabéis a dónde me dirigía cuando asaltasteis mi carruaje? A Saint Elizabeth, allí nací y crecí y viven mis hijos. Allí vi a mis padres marchitarse con los años y quererse cada vez menos, si es que eso era posible. Crecí sin amor, sin una muestra de cariño que me enseñase lo que es ser feliz, y sé que para vosotros el dinero solucionaría vuestra vida, pero la mía estaba vacía hasta que conocí a Maryland. Fue de las primeras en trabajar en mi fábrica, en hacer de estos lugares un sitio seguro, una comunidad… Cuando murió, el amor murió con ella y no soy capaz de querer a nadie así, ni siquiera a mis hijos… por eso me dirigía hacia allí: me despediría de ellos, les dejaría disfrutar de mi compañía para luego volver y acabar con mi vida. Para volver a reunirme con ella.
— ¿Por qué volverías aquí, pudiendo vivir en una ciudad tan lujosa como esa? — preguntó Bruce.
— Porque aquí murió Maryland y aquí está enterrada. No voy solo a poner flores en las tumbas de vuestras mujeres, también voy a visitar a la mía. Hablo con todas y siempre les pido perdón por lo que les hice y les prometo que pronto pagaré por ello. Por eso no me importa lo que hagáis: tanto si me matáis como si me dejáis, yo ya estoy muerto.

Charles volvió a alzar el arma y presionarla contra su frente, por un momento pareció que iba a dispararle, pero tiró el arma a un rincón de la fábrica.

— Tienes razón, ya estás muerto, pero no seré yo quién te ayude a liberarte de este dolor. Te mereces vivir con él un poco más, te mereces todo lo malo que te suceda.

Charles le desata y se va junto con Liam y Bruce. Por un momento el ruido vuelve y el vacío se hace más grande, sabe que ha tirado el arma a un rincón, y sería muy fácil irse ahora. No puede vivir más sin ella, no con ese remordimiento, no con esas vidas tras él.

Se levanta y corriendo tanto como sus huesos le permiten se abalanza al rincón, coge el arma y se dispara en la sien. Todo pasa demasiado deprisa, tanto que parece una cámara lenta.

— ¡No! ¡Frank, no! — gritó desconsoladamente Maryland.

Se tiró al suelo, derrotada, supuestamente no debería sentir dolor, ni pena ni desolación, pero ya no tiene cuerpo y todos los espacios vacíos de su ser se llenan con esos sentimientos.

Todas estaban paralizadas, algo similar a las lágrimas corría por sus mejillas, podría ser lluvia, podría ser rocío, parecía muy real.

— ¿Qué has hecho, Frank? — dijo Maryland con la voz entrecortada y sollozando.

Una mano apretó cariñosamente el hombro de Maryland, de algún modo pudo sentirlo y pareció la interacción más humana y el acto más romántico de la historia.

— Volver a ti.

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