El dolor había afilado la palabra en la garganta,
podía verse,
se ha enredado en la lengua.
Podía verse,
tiene tanto callado,
reclama la atención debida
con el vidrio de sus ojos,
con el eco de las vísceras
que han vivido en el silencio
y gritan.
No se olvida
porque ha intentado matarse para olvidar
y no ha podido.
Se apagará,
tedioso irse despacio,
acumulando el tormento,
del silencio de una vida,
reflejo del vestigio irritante,
y rompe el espejo,
que indolente le vomita a su yo
partido en dos.
En ella habita toda precariedad,
toda la sal secante
de los mares muertos,
en ella chirría la locura,
hay un sol que se ha quedado dormido,
y la luna está cansada.
La voz, de lo no dicho, late en las sienes
y un sudor tibio recorre la espalda.
Tiritando. Repicando.
En la quietud de los sueños fingidos
cierra los ojos en el eterno insomnio
de la duda de estar viva.
No lo va a decir.
Se ha emborrachado
con el licor de las palabras terminales
que envenena, todo lo colma
de astillas, de caliza,
convertirse en ceniza,
el mejor de sus finales.
Va a bajar la mirada
en el instante preciso
en el que el tiempo se corte
por decir lo que no ha dicho.