Navegando, navegándote.
Ha llegado el poniente más inmenso y breve.
Las aguas del mar sucumben en claros reflejos.
Los oleajes indecisos
viajan y traen tu nombre:
vives en aquellas preguntas y finales
en los sobresaltos, en aquella fiebre.
Pregunta mía. Tallada, fugitiva. Hela aquí:
hela entre la sien y el alma,
corazón de mis condenas
apartado corazón,
corazón de mi memoria.
Vuelvo adormecido
desde la ausencia mía,
y vuelven las huellas esquivas
a donde tus manos las llevaron,
a donde va la escarcha
y la ciega luz de las aves;
llegas a poblar el ancho viento
y el ámbar humano
en la manera de un lamento.
Sin final, vacilante,
infinita en el deseo
y en el mar más solitario.
Navegándote me detengo
detrás de abandonadas penas,
detrás de la lluvia menguante.
Quiero detener mi sangre
y mi hielo en tus manos,
detenerme
en tus raíces de árbol sin muerte.
Quiero detenerme.
Oh, detenerme!
Hallar en ti el descanso
del fuego repetido,
cuando los finales me conduzcan
entrincherado y vacilante,
y tus caminos me embarguen
en la tibieza que constelas.
Detenerme,
quiero detenerme.
Cuando me hieran y en tu seno me recueste, cuando sea gris.
Quiero detener
mi sangre en tu alma,
detener la honda tristeza,
detener las fugaces vidas,
cuando la noche regrese
en la evocación de mis venas.
Cuando
vuelva hacia ti una lagrima
y lo breve de lo humano, y las crueles condenas.